UN CASTIGO EJEMPLAR
Cuando yo tenía ocho años, una de las actividades laborales que ejercíamos los chicos pobres, era “espigolar” (rebuscar). Podíamos espigolar toda clase de cosecha que los labradores se dejaban en los campos al recogerlas. Boniatos, trigo, maíz, patatas, algarrobas, etc. Por lo general, salíamos a espigolar cuando se suponía que todos los labradores habían recogido la cosecha, incluso se anunciaba por medio de un bando municipal.
Un día, salimos a espigolar nuestro amigo Pepe, mi hermano y yo. Nos dedicamos a espigolar maíz. Durante toda la mañana, recorrimos medio término de la huerta de la otra parte del río, buscando por todos los campos de maíz que encontrábamos, con tan mala suerte que, se había hecho casi medio día y no habíamos encontrado más que un par de pequeñas mazorcas. Llevábamos el saco completamente vacío e íbamos bastante desalentados.
Había campos, que los dueños ya habían cortado los cañotes y los habían amontonado, para llevárselos a casa y cortarlos a trocitos para sustituirlos por paja, en las cuadras de los animales. Registramos todos los cañotes, sin encontrar ninguna mazorca, en todos ellos.
Cuando llegamos a la conclusión de que ese día habíamos tenido mala suerte y tomamos el acuerdo de marcharnos a casa, estando cerca del pozo del tío Camilo, apareció ante nuestros ojos un campo de maíz sin recolectar. Nos quedamos mirándolo “como si hubiésemos visto un espejismo en el desierto”. ¿Era verdad, aquello que teníamos ante nuestros ojos?
Como atontados, permanecimos un buen rato contemplándolo, quietos como estatuas. Cuando nos concienciamos que aquella visión tenía forma de realidad, comenzamos a recorrer todo el campo dándole la vuelta, sin dejar de mirar todo el caudal de mazorcas que permanecían en la punta de los cañotes. Eran hermosas, grandes, largas, enormes. Parecían colocadas allí, esperándonos a los tres pobres espigoladores, que las mirábamos como aislados del mundo y conectados al campo que tanto deseo nos despertaba.
Cuando ya habíamos recorrido el campo en todo su contorno, sin mirarnos unos a otros, sin avisarnos, sin preguntarnos nada, como si una voz interior nos hubiese puesto de acuerdo a los tres a la vez, nos lanzamos dentro del campo, cogimos una mazorca a cada uno, la pelamos y la metimos en el saco, tirando la “pallorfa” al suelo, sin mirar atrás.
Salimos al camino que, junto al río, nos conducía hacia el puente para irnos a casa, dándonos un poquito de ánimo por la pequeña hazaña que acabábamos de realizar. Cuando andamos unos cien metros de recorrido, sonó a nuestras espaldad la voz del Guarda que, con la escopeta apuntándonos con actitud de dispararla sobre nosotros, nos dijo:
-¡Alto! ¡Arriba las manos!
Él nos había visto, con sus prismáticos, desde la otra parte del río, donde años después construyeron el campo de fútbol de la Colonia Diamante. Atravesó el río por el vado de la botaya, y nos alcanzó enseguida, sin necesidad de correr.
Nos pusimos a llorar, suplicándole que no nos denunciase. Le dijimos que sólo habíamos robado una mazorca a cada uno. Se la ofrecimos, inocentemente, a él, para que nos perdonase nuestra falta. Pero nada le hizo cambiar de actitud. Había dicho que “manos arriba” y lo volvió a repetir. Pero nosotros no le obedecíamos. Nos dedicamos a lloriquearle suplicantes, sin parar de andar hacia el puente. El guarda nos siguió apuntando con la escopeta cogida con las dos manos, pero un tanto bajadas ya, dando a entender que no dispararía contra nosotros.
Nos llevó al Ayuntamiento y nos introdujo, por la escalera, en una habitación que hay arriba de la torre. Avisaron a nuestras madres, que nos trajeron la comida de caliente. Cuando llegaron y nos vieron, nos abrazaron y besaron consolándonos. Nosotros sin parar de llorar, desde el momento de la detención, nos asomábamos por una de las ventanas que daban al patio del cuartel de la Guardia Civil.
Seguramente, a nuestras madres, les advertirían que no se preocupasen por nosotros, que todo aquello era una farsa para que escarmentásemos de la fechoría que habíamos cometido de robar una mazorca de maíz, en un campo sin cosechar. El hecho fue, que se despidieron de nosotros, diciéndonos que nos portásemos bien con las autoridades, por que no nos iba a pasar nada malo si obedecíamos.
Al caer de la tarde, se presentó el Sr. Alcalde. Nos dijo que no estaba bien que hubiésemos robado el maíz. Nos dio una serie de consejos y normas de conducta, con el fin de que no volviésemos a delinquir. Antes de soltarnos, nos dio un pequeño librito de Historia de Riparubea, encargándonos que lo leyésemos hasta aprendérnoslo de memoria y que le visitásemos ocho días después en su casa y se lo recitásemos todo entero y sin leérselo.
Nos pasamos toda la semana pendientes de la Historia del Conde de Revillagigedo y la Villa de Ribarroja.
Cuando fuimos a su casa a la semana siguiente, fuimos de noche. Nos recibió atentamente, y nos invitó a sentarnos. Nos pidió que le recitásemos de memoria el libro, pero eso no fue posible. Mi amigo Pepe que sabía leer mejor, le recitó una página entera. Mi hermano mayor, que sabía leer menos, le recitó media página y yo, que casi no sabía leer, le recité dos renglones, nada más.
Nos despidió, dándonos otra vez los consejos que nos había dado el día de autos.
Por mi parte, estoy convencido que el castigo fue ejemplar. El Sr. Alcalde, nos trató muy bien y creo que quedó claro para nosotros, que no debíamos robar más, en el campo, ni en ningún otro sitio. El guarda nos amargó el día, pero el Sr. Alcalde nos dejó marcados para siempre, con buen trato y con mucho cariño paternal.
-“Anda y no peque más”, dijo Jesús a la prostituta.
FIN
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