LA RADIO
Cuando inauguramos nuestra segunda peluquería el día dos de febrero de 1962, en la calle D. Salvador Bigorra nº 10, junto al paso a nivel, era lunes. Durante toda la semana acudieron muchos nuevos clientes, porque hicimos mucha publicidad con cuartillas de colores, que repartimos por todo el pueblo.
El sábado por la tarde, estando la peluquería llena de gente y dos barberos y un aprendiz “trabajando a tope”, un cliente de los allí presentes, dijo:
Paco, aquí os hace falta una radio, porque el que está leyendo el periódico se distrae, pero los que no tenemos nada para leer o para comentar, lo pasaríamos mejor escuchando la radio. (Al ser nueva la barbería, los allí presentes eran nuevos, porque procedían de otras barberías y no tenían la suficiente confianza para establecer conversaciones entre sí. Cosa que no ocurre con los clientes habituales de una barbería cualquiera que, porque se conocen de haber coincidido muchas veces, dialogan entre sí o comentan sobre cualquier tema que se les ocurre).
Miré a través del espejo y vi que entre ellos había cuatro representantes de aparatos de radio. Sin meditarlo, tal como lo pensé, dije:
-Tienes toda la razón, pero como nos hemos quedado sin dinero, al que me la regale, se la compro.
Dos días después, se presentó en la peluquería, uno de ellos y me recordó mis palabras del sábado, asegurándome que si yo era capaz de cumplir con mi palabra, él estaba dispuesto a regalarme la radio que necesitábamos.
Como le dije que sí, me dijo que fuese a la casa de su novia, que me permitiría elegir la radio que yo quisiese. Que no tenía que pagársela, porque me la regalaba.
Me faltó el tiempo para ir a elegir mi nueva radio que su novia ya estaba advertida de que iría a por ella. Me hizo subir a su cámara del piso de arriba, donde había más de cien radios expuestas sobre tablones en forma de escalera y por el suelo, y me dijo que eligiese la que más me gustase.
Había tantos que no sabía por cual decidirme. Hasta que me llamó la atención una muy bonita y de tamaño medio. Ella la cogió, la introdujo en su correspondiente caja y con su elevador, la puso sobre mis manos y me la obsequió de parte de su novio. La llevé a la peluquería, la conectamos y funcionaba muy bien. Mi suegro, el tío Antonio el “ascolá”, me hizo un tablero, en forma de estante y con dos escuadritas la colocamos detrás de la puerta, en un hueco de la pared.
Unos días después, nuestro benefactor, volvió a visitarnos y, mientras le servíamos el afeitado y arreglo de cuello, me preguntó si estaba contento con la radio que me había regalado. Como le contesté que me hubiese gustado colocar un alta voz en la calle, para que la gente al pasar la escuchase y nos hiciese publicidad a los dos, se ofreció a llevarme a Foyos, pueblo de Valencia donde estaba la casa Vilor, la marca de las radios que él vendía. Allí nos regalaron una alta voz.
Al llegar a Ribarroja, le pedí que encargase publicidad en cuartillas de colorines, que nosotros en la peluquería le promocionaríamos para compensarle de su inversión.
Pocos días después, nos sirvió la publicidad, y nos dedicamos a repartirla por el pueblo y dentro de la peluquería colocamos mucha, en forma de banderitas de fiesta en tiras largas por las paredes.
La radio nos dio un rendimiento extraordinario. Tal era el atractivo del aparato en la peluquería, que cuando daban las noticias o había acontecimientos importantes que la radio transmitía o siempre que había carreras de bicicletas de la Vuelta a España, a Francia o a Italia, la gente que venía a la peluquería estaba súper informada por las noticias de la radio.
Si no hubiese estado la radio en la peluquería, ciertos clientes hubiesen pospuesto su visita. Para nosotros fue la radio, como pudo ser la televisión para un bar o restaurante, en sus primeros años de existencia entre nosotros.
Diez años después, cuando mi hermano y yo nos separamos e hicimos el inventario para repartirnos los negocios de peluquería y relojería, la radio no la incluimos. Era de la peluquería y no se podía destinar a ninguno de los dos. Se quedó en su sitio, para seguir cumpliendo con su misión original.
Cuando unos días después Vicente Romero se presentó a servirse en la peluquería, le pedí la factura de la radio, porque había llegado el momento de comprársela.
De entrada se negó a que se la pagase, pero yo le recordé mi compromiso con él, desde el día que "alguien” me sugirió que pusiera la radio en nuestro salón. Le dije que a quien me la regalase, se la compraba. Por lo tanto tenía que hacerme la factura y yo debía de pagársela.
Pasados unos días, me entregó la factura, y se la pagué, en la que figuraba el precio de la radio y me hacía un descuento del 10% por pronto pago, diez años después.
FIN
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