LEER CAMINANDO
En 1985 me dio un infarto agudo de miocardio. Después de cinco días ingresado en La Fe, en intensivos, me hicieron un cateterismo y me trasladaron a la sala. Una vez instalado en la cama, me visitó en Doctor. Me dijo que desconocían la causa que había producido el infarto. No obstante, había cuatro factores de riesgo a tener en cuenta.
Primero, el tabaco. Segundo, la vida estresante. Tercero, la vida sedentaria y en cuarto lugar, el exceso de grasa o el sobrepeso, (en definitiva, el colesterol). Por lo tanto tendría que tomar medidas y decidir un cambio de hábitos de vida. Pero la cosa no era fácil. Debía de hacerme el valiente y hacer todo lo posible para evitar que se repitiese el infarto.
El tabaco lo dejé de inmediato, pero con unas ansias de seguir fumando que no me resultaba fácil de superar para evitarlo. Después de un mes hospitalizado, unos días después de llegar a casa comencé a fumar un cigarrillo al día. Más adelante ya fueron dos o tres diarios. Poco a poco llegué a fumar hasta un paquete al día. Eso sí, nunca pasé de ahí.
Diez años después, me resfrié de garganta y el médico de cabecera D. Vicente Soler, se negó a recetarme medicamentos, porque no le hacía caso cuando me invitaba a que dejase de fumar. Me dijo que, si dejaba de hacerlo durante ocho días seguidos, entonces me recetaría para la garganta. Así lo hice. Y el médico cumplió su palabra.
Pero seguí fumando como de costumbre. Luché para dejar de fumar, sin conseguirlo. He llegado a preguntarme:
¿Por qué las autoridades sanitarias consienten que en la fabricación de cigarrillos se añadan componentes al tabaco que fomenten la adicción y la dependencia? ¿No dicen los analistas químicos que esos componentes son los que producen el cáncer en los fumadores? Cuando liábamos los cigarrillos, los fumadores normales, fumábamos como máximo unos seis o siete cigarros al día. Uno después del almuerzo, otro a media mañana, dejando el trabajo para fumárnoslo, otro después de la comida y otro a media tarde. Después de la cena nos fumábamos el último cigarrillo del día. Si había fumadores que quemaban muchos cigarrillos diarios, por lo general, no se tragaban el humo. Llevaban el cigarro en la boca constantemente, pero expulsaban el humo sin tragárselo.
En mi caso particular, desde los siete años he convivido con el tabaco, por varias causas. Al salir mi padre de la cárcel, trabajó una temporadita en La Presa de Aguas Potables. Cuando se enteraron que había sido preso, por razones políticas, sin preguntarle las causas por las que se le había privado de su libertad, lo despidieron.
Como no encontraba a nadie que le contratase para trabajar, se dedicó a vender tabaco del terreno, en nuestro hogar. Para ello, cogía la bicicleta y se trasladaba a Villar del Arzobispo. Allí compraba medio saco de tabaco de picadura y en casa lo envasábamos en carteritas de papel de periódico que le facilitaba el tío Gil, único vecino que lo compraba y se lo regalaba después de leerlo.
Desde los ocho hasta los diez años viví con mis abuelos maternos y compartí “el oficio” de recoger colillas con mi abuelo Regino en el campo de fútbol al terminar los partidos de los domingos. Después, nos dedicábamos a deshacer esas colillas sobre una pequeña mesita. Hacíamos un montón de tabaco que mi abuelo vendía en carteritas de papel de periódico, para ganarse algunas pesetas.
El aroma del tabaco siempre me ha sido familiar. Si bien no fumé hasta cumplir los doce años, al comenzar a trabajar en Manises.
Recuerdo que, cuando se inventó el insecticida DDT, lo utilizábamos para matar toda clase de bichos que nos molestaban en la vida cuotidiana. Pero cuando las autoridades sanitarias descubrieron que ese insecticida era tóxico, lo prohibieron y se dejó de fabricar. Lo sustituyeron por otros insecticidas no tóxicos.
Lo raro es que se persiga al fumador por envenenarse y no al que fabrica los cigarrillos que envenenan, con sus aditivos, a los pobres fumadores.
El tabaco dejé de usarlo, once años después de tener el infarto, porque un día que el médico de cabecera D. Vicente me hizo un chequeo, cuando me estaba haciendo un electrocardiograma, le llamé la atención por la cantidad de metros de papelito que estuvo haciendo pasar por la maquita. Entonces él me contestó que, si él se había pasado en metros de papel yo me había pasado en kilos de tabaco.
Tomó un pequeño folleto en el que figuraban los distintos tipos de infarto y los distintos tipos de electros que se suponía que debía dibujar la maquinita y me hizo ver qué pasaba con el “dichoso papelito que la maquinita me había dibujado ese día”. Había una señal de arritmia que me amenazaba de muerte por infarto, de un momento a otro.
Me recetó un parche para que dejase de fumar, sin contemplaciones y, cuando bajé a la farmacia, me dijeron que lo pedirían para el día siguiente. Como cerca de mi casa hay otra farmacia, para evitar tener que desplazarme otra vez, les dije que no lo pidiesen, que yo lo encargaría en la farmacia que hay cerca de mi casa. Pero no lo encargué. Sin embargo, dejé de fumar instantáneamente.
Las ansias de fumar no se han ido, pero llevo doce años sin fumar, afortunadamente.
Entre los medicamentos que me recetaron a raíz del infarto, uno de ellos era el Sintrom. Un anticoagulante de la sangre que había que vigilar, mensualmente, por si la dosis era insuficiente o sobrepasaba lo necesario para la circulación sanguínea.
Un día, recién tenido en infarto de miocardio, el cartero Manuel Peris de Ribarroja, que trabajaba en Valencia, me dijo que en la Gran Vía Marqués del Turia, en un pasaje esquina a la calle Ruzafa, en una librería llamada Tello, vivía un hombre que se llama Francisco Tadeo, como yo.
Como mis hijas llevaban la peluquería a turnos mientras estudiaban y no me dejaban trabajar, cogí el tren y le visité para conocerle. La Señora que me atendió me dijo que su marido había ido al Hospital, a la revisión del Sintrom. Me llamó la atención que llamándose como yo que hubiese tenido, como yo, un infarto agudo de miocardio. Le dije que me llamaba como su marido y que le volvería a visitar unos días después.
Cuando le visité de nuevo, me dijo que se lo habían retirado y que no tenía necesidad de ir a la revisión. Entonces le pregunté ¿Qué es lo que había hecho él para que le retirasen el Sintrom, si bien hacía tres años que lo venía tomando? Porque yo conozco personas que toman el Sintrom, y es para toda la vida. Me dijo que todos los días, antes de abrir la librería, caminaba a lo largo de toda la Gran Vía. Eso hacía que circulase mejor su sangre.
Los dos meses que hacía que me había dado el infarto, había hecho de todo para poder caminar. No tomaba el ritmo ni me sentía capaz de ir caminando más de un cuarto de hora diariamente. Me sentía como inútil. Desde que conocí la bicicleta y, posteriormente, la motocicleta y el coche, el caminar me parecía un atraso. Caminaba lo menos posible y creía que nunca me habituaría a ello. Me programé hacer una cruz al pueblo desde la plaza de la Iglesia hasta el cementerio y desde la gasolinera hasta la casilla de peones camineros, que había camino de Villamarchante, pero al llegar al cruce de la calle mayor, a media cruz, me retiraba a descansar. No encontraba sentido al hecho de caminar por caminar sin ir a ninguna parte.
Así que, al conocer a mi tocayo Francisco Tadeo, de Valencia tomé conciencia de la importancia de caminar. A partir de aquel momento, pensé que una posible solución sería salir del pueblo por la carretera, hasta caminar, por lo menos media hora de ida, y no tendría más remedio que regresar caminando la media hora de regreso. Me gustó la experiencia y continué saliendo del pueblo para caminar. Pronto me aficioné a hacer caminatas largas, una vez a la semana, porque me parecía que diariamente era muy pesado antes o después de trabajar mi jornada laboral alrededor del sillón. Así llegué a recorrer todas las carreteras que salen de Ribarroja, porque la monotonía de siempre ver el mismo panorama me aburría.
Por aquel entonces restauraron el camino de Benaguacil y lo hicieron de asfalto. Asfaltaron otros caminos del término y los visité todos. Más caminos asfaltados y mayor comodidad al caminar.
A partir de ahí, el hecho de caminar sin tener que mirar dónde pisaba, porque no había baches ni piedrecillas, me vino la idea que poder caminar y leer al mismo tiempo. Al principio no fue fácil pero con el tiempo uno se acostumbra y llega a tener facilidad para leer caminando.
Los que me veían caminando por la carretera, si me conocían, paraban para llevarme a mi casa, pensando que habría tenido alguna avería en mi coche. Hubo incluso alguien que después de sobrepasarme, transcurridos unos minutos, les penaba no haberme auxiliado y regresaban para ofrecerme su servicio pidiéndome disculpas. A todos les daba las gracias y les explicaba el hecho de que debía seguir caminando para favorecer a mi corazón. Reconozco que algunos se mosquearían por el hecho de que les rechazase sus buenas intenciones de auxiliarme. Pero yo seguía caminando horas y horas. Todos los domingos visitaba distintos pueblos desde las seis de la mañana hasta las dos de mediodía.
Por ciento que, un día que llovía, pensé que si hacía autostop me libraría de mojarme. Pero nadie paró para auxiliarme. Algunos que me conocieron me tocaron el claxon diciéndome a su manera, que ya era hora de que me mojase. Entonces pensé que sería bueno coger paraguas o algún chubasquero para evitar mojarme si llueve.
Visité infinidad de veces Villamarchante, Benaguacil, La pobla de Vallbona, Bétera, Liria, Pedralba, Loriguilla, Manises, etc. Incluso por Valencia he recorrido muchos barrios de la capital, habiéndome desplazado en tren o en mi coche. He recorrido todo el Parque del antiguo cauce del Turia, la Zona de la Punta hasta Castellar, pasando por Merca-Valencia, Alboraya, Benimaclet y otros lugares que me ha parecido bien recorrerlos o visitarlos a pie. Ha sido una verdadera gozada conocer tantos lugares, eso sí, cuando el tráfico no me lo impide o me lo pone difícil.
El médico me recomendó que lo mejor sería que hiciese las caminatas diarias de una hora aproximada. Le hice caso y ya no salgo lejos de casa más de una o dos horas de ida y vuelta.
Muchos me han preguntado ¿cómo me las arreglo para ir leyendo mientras camino? y les respondo que todo es cuestión de ejercitarse. Pero siempre me responden que algún día me pegaré un trastazo por no mirar por donde ando. Sin embargo, lo que es pegarme, pegarme, no ha ocurrido nunca. Pero llegar a un metro de un vehículo que está parado y pararme y vérmelo encima, me ha ocurrido muchas veces. El hecho de que no tenga el motor en marcha y no le oigo, hace que me acerque sin darme cuenta hasta casi pegarme con él.
FIN
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