PEÓN DE ALBAÑIL
El tío Sento trabajó siempre de peón de albañil. Nunca quiso tener responsabilidades en la construcción, decía él, “porque no quería correr el riesgo de equivocarse y provocar un accidente por su culpa. La obra es muy peligrosa y muy seria”.
Ahora bien. Su vocación era enseñar a los aprendices los secretos de su oficio porque, según él, no había gente con vocación de maestro y él sí que la tenía. Por eso, cuando un chaval entraba a trabajar en la misma empresa, pedía que se lo asignasen para así poderle poner al corriente de cómo había que preparar los materiales y servirlos a los oficiales. En definitiva, que estuviese al tanto de toda la herramienta, aprendiéndose los nombres de cada una, para localizarla en el momento que se la requiriesen. Si se trataba de piedra, o del barro para la construcción de una pared, se ocupaba de que el aprendiz conociese en cada momento aquella piedra que el oficial podía necesitar para llenar los huecos que se iban produciendo en el tajo y que el barro para acoplarla, estuviese ni blando ni demasiado duro. Tenía que estar bien amasado y en su punto. Si se trataba de ladrillos, yeso o mezclado de cemento y arena, debía tener previstas las necesidades de sus superiores. A los aprendices les enseñaba con toda meticulosidad para que fuesen eficientes al servicio de los oficiales.
El tío Sento era aquel tipo de hombre que, a la hora de comenzar la jornada laboral, ya tenía las herramientas necesarias en el lugar de trabajo. Los materiales a punto de servir, y dispuesto a colaborar con el oficial que le asignaban. Decían los oficiales con los que trabajaba, que con el tío Sento, conseguían realizar el trabajo con menos esfuerzo, porque siempre se les adelantaba a la hora de necesitar el material o la herramienta necesaria para lo que habían de hacer. Decían que producían el doble que con otros peones.
El yeso que se utilizaba entonces, amasándolo se endurecía. Estaba muy vivo. No podían descuidarse. La mayoría de peones terminaban la jornada dedicada a construir tabique, rodeados de yesones endurecidos que se les habían dormido en las manos. Al tío Sento, sin embargo, a su alrededor no se le veían desperdicios de ninguna índole. Al final de cada la jornada, su entorno estaba siempre limpio. “Se podían comer sopas en el suelo”.
Si tenían que hacer los tabiques de una habitación, por ejemplo, él sólo servía los puñaditos de yeso para tres oficiales a la vez, y les adelantaba los trozos de atobón según el tamaño que cada uno necesitaba para finalizar o comenzar la filada. Su gaveta, siempre estaba limpia y no utilizaba el rascador, del que se servían todos los peones para rascar los deshechos adheridos, porque con el agua que añadía para amasar el yeso, lavaba sus paredes cada vez.
Al finalizar la jornada, recogía toda la herramienta que se había utilizado a lo largo del día, la limpiaba y engrasaba con unas gotas de aceite y las guardaba en la caja, sin descuidar ninguna.
No lo cuento esto por levantarle un monumento. Aunque se lo mereció. Él era así y, quienes le conocieron lo han expresado muchísimas veces tal como lo he contado yo, sentados en el sillón, recordándole. De ellos lo se, porque nunca trabajé con él excepto a los catorce años, durante las primeras vacaciones que tuve en Cerámicas Hispania en el año 1952.
Aquel año, era el primero que yo trabajaba en dicha empresa, y me preguntó qué pensaba hacer durante las vacaciones. Le dije que estaba buscando trabajo para ocupar esos días ganándome algunas pesetas, para ayudar en casa. Se ofreció para hablar con sus jefes y se interesó por la fecha en que me las daban. Acepté su ofrecimiento y al día siguiente me dijo que ya tenía trabajo para esos días. Estuvimos comenzando a construir un puente en el barranco de la Masía de Teulá, de Villamarchante, que lo habían arrancado las aguas en 1949.
Los aprendices que pasaron por sus manos, los primeros años de su aprendizaje, lograron ser los mejores constructores de la zona, porque adquirieron las bases en el oficio, de una manera impecable. Supieron mantener una disciplina de trabajo acorde con cada especialidad, gracias a su “buen maestro”, en sus inicios. No llegó a ser un buen oficial, pero fue el peón más eficiente de toda la comarca.
Cuando sufrimos la gran riada del 57, su vivienda que estaba construía en el cauce del Barranco de las Monjas, entre la vía del tren y la carretera de Villamarchante, se inundó. Las aguas que bajaban de la montaña y pasaban por debajo de la alcantarilla de la vía del tren, tan alta como una persona de pie, no pudieron pasar por la alcantarilla de la carretera, que era tan baja como hasta la cintura de un hombre. Por tal motivo, se embalsó el barranco, entrando el agua dentro de su casa, por las rendijas de la puerta porque no ajustaba bien y saliendo por debajo de la pared, al parar de llover y bajar el nivel del embalse. No estaba bien cimentada. El tío Sento tuvo que derribarla por recomendación de los Inspectores de Sanidad y adquirir unos terrenos, con la ayuda de un préstamo como damnificado, al 3 %, en la zona superior del pueblo, más arriba de la fábrica de Cementos Peyland. Allí construyó la que sería la última casa del pueblo subiendo hacia la montaña del Calvario, exceptuando el Transformador de la compañía eléctrica la VOLTA, donde vivía la familia Parra, en la calle Dos de Mayo.
La familia del tío Sento fue distribuida en varios domicilios de amigos. Los padres y los dos hermanos pequeños, en la casa de los amigos de los padres Rosa la de la Cueva de San Roque y el tío Juanillo, su marido con su familia. La hija mayor, en casa de dos amigas, donde aprendía con ellas a coser pantalones para Feycu. Los dos hijos mayores, en casa de su amigo Salvador donde les instalaron una cama arriba en la cámara. Y al abuelo, lo instalaron, con su cama, en un rincón de la Serrería de los vecinos.
En el solar que adquirieron, el primero que se vendió de un campo de oliveras de los hermanos Campaneros, el tío Sento y su familia, en tiempo libre, hicieron los cimientos, confeccionaron los adobes y subieron las paredes. Cuando sólo faltaba colocar las viguetas y las bovedillas, fueron los compañeros de trabajo del tío Sento, las colocaron e hicieron el planché en forma de terraza. Después, siguieron, él y su familia, construyendo los tabiques y colocando las puertas y ventanas. Todo bajo la dirección del tío Sento.
A la hora de poner las baldosas del suelo, el tío Sento buscó a un oficial, compañero suyo, que trabajaba muy bien. Se dedicaron todo un día de domingo a embaldosar la casa y, al terminar, como estaba haciéndose de noche, le pagó lo estipulado y dijo a sus hijos:
-Cenad, que después tenemos trabajo para casi toda la noche.
En efecto, cuando acabaron de cenar, tuvieron que levantar todas las baldosas, retirar la pasta utilizada, volver a amasarla y colocar de nuevo el piso. Antes de las tres de la madrugada, ya estaba terminado el trabajo y dijo, antes de acostarse:
-Pasarán muchos años y estas baldosas no se soltarán, porque están colocadas a conciencia.
En verdad, que lo puedo decir muy alto. Estamos en el mes de Junio del año 2007 y las baldosas siguen todas en su sitio sin soltarse ninguna de ellas. El establecimiento que instalaron sobre ellas, se inauguró el día dos de junio de 1958. Yo he podido comprobar que en muchas viviendas construidas y embaldosadas con aquel tipo de baldosas hechas a troquel por aquellos años, han tenido que ser repuestas porque se habían soltado. Si no en su totalidad, sí en gran parte de ellas. Entre esas viviendas figura la que vivo yo construida en 1966. Tuvimos que levantar más de dos docenas de baldosas que se habían soltado con el tiempo y reponerlas con pasta apropiada. El tacto que tenía el tío Sento para realizar los trabajos de albañilería y para transmitir a sus ayudantes y aprendices los secretos de la profesión era duro, pero eficiente. Hasta tal punto, que un día, cuando tenían que medir con la cinta métrica la distancia de unos pocos metros, le dijo a su aprendiz:
-Apunta en este punto exacto la cinta, mientras yo voy a estirar de la anilla hasta aquel extremo.
Cuando colocó la punta de la cinta en el lugar exacto, le preguntó al chaval:
-¿Cuantos metros y centímetros hay?
El chico le respondió que no lo sabía, porque no sabía de números. Entonces, el tío Sento le preguntó:
-¿Tampoco sabes leer ni escribir?
-Pues, no. Porque no he ido nunca a la escuela…
Aquella respuesta le causó tal inquietud que le invitó a que fuese todos los días a su casa, al terminar la jornada de trabajo, donde le estuvo enseñando las cuatro reglas, que se llamaban el sumar, restar multiplicar y dividir. Además le enseñó a leer y escribir. Le despertó la afición por la lectura y la escritura.
Los albañiles que trabajaron con él, cuentan que uno de sus jefes le insultaba diciéndole:
-¡Sento! ¡Mira que eres burro!
Dicen que el tío Sento le contestaba:
-¡Si fuera listo, no trabajaría para ti!
FIN
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