ARROZ EN PAELLA


En una de las cuevas de la Verónica, vivía una familia muy pobre, que se llamaba Fonseca. El padre, llamado Juan Fonseca y la madre Julia tenían dos hijos: Juan y Julieta.
El padre trabajaba en la Masía de San Antonio de Poyo, de La REVA. Un día que llovía mucho y se había hecho de noche, viniendo hacia su casa, al terminar de la jornada de trabajo, cayó de la bicicleta en la cuesta del Cementerio. El pobre hombre, estuvo más de dos horas en la cuneta, mojado y lleno de barro con la cara desecha llena de heridas. Los que pasaban en carro o en bicicleta, no se dieron cuenta de su situación, hasta que, poco a poco, arrastrándose como pudo, se acercó a la carretera y una vez se hizo visible, el primero que pasó con su carro le vio y le ayudó a levantarse. Lo cargó en su carro y lo trajo al médico para que lo curase.
El médico del pueblo, cuando lo vio con la cara tan destrozada, se puso a limpiarle las heridas. Después, se las curó. Lo hizo con tal rapidez que el carretero se extrañó al ser requerido de inmediato para que lo llevase a la casa del enfermo. Se había lucido cosiéndoselas, porque su cara se quedó llena de pellizcos. Los médicos, como todos los profesionales, hacen de bueno, de mejor y otras veces chapuceramente las cosas.
Cuando habían pasado más de veinte días, el tío Juan Fonseca vino a la barbería para que le afeitásemos. Llevaba el pelo de la barba tan largo, que tuvimos que pasarle la maquinilla de cortar el pelo, como si fuese el rasurado de la cabeza.
Como era cliente habitual de todas las semanas, nos extrañó que no hubiese venido las semanas anteriores, por lo que le preguntamos qué le había ocurrido. Entonces nos comentó lo del accidente de carretera. Su cara delataba lo mal que le había cosido el médico las heridas.
El afeitado era muy difícil de realizar pero, con paciencia, le dejé la cara rasurada y afeitada. Aún así, la sangre hizo acto de presencia, porque no había manera de que la navaja cortase pelo sin tocar la carne de los pellizcos por mucho que tirase de la piel. Confieso que yo era un novato en el oficio de barbero. Pero las experiencias que había adquirido afeitando a mi abuelo con su cara llena de arrugas cuando comencé a aprender a afeitar, no me sirvieron de nada.
Cada sábado, tenía que sortear los obstáculos para dejarle la cara afeitada. Era una hazaña que con los años me acostumbré a realizar. Como siempre que le afeitaba le hacía sangre en distintos lugares de la cara y con un “lápiz corta sangre” se la restañaba, me habitué al hecho. Sin embargo, llegó un día que le pregunté a mi hermano:
-¿Te has fijado como al tío Juan ya no le quedan cicatrices en la cara? -Claro que no le quedan-. Me contestó. –Cómo va a tener cicatrices si con el tiempo le has hecho la cirugía estética, sin darte cuenta.
Un día, su hija Julieta siendo todavía muy joven falleció, repentinamente. Extrañado por el suceso, le pregunté por la causa de la muerte de su hija. Me contestó que se había comido el arroz que quedó en la paella del día anterior y se había envenenado. Yo siempre había presenciado que mi madre guardaba en un plato o en una cazuela el arroz sobrante cuando comíamos paella. No sabía el por qué. El tío Juan me explicó que el sobrante de la paella, si no se saca y se guarda aparte, el óxido que se produce en el hierro de la paella se convierte en veneno y contamina la comida.
Su hijo Juan era un chico muy inteligente. Siendo niños fuimos a trabajar a la masía de Montes. Allí recogíamos aceitunas a quince céntimos el kilo. La cuadrilla de jóvenes estaba compuesta por chicos de entre ocho, diez, doce y más años. Uno de los mayores, era Juan Fonseca que, observando el comportamiento de uno de los chicos que tenía su misma edad con una chica que formaba parte de la cuadrilla, les compuso una canción.
La canción decía así:
-Maruja porta la olleta y Cabasero el fogueret. El Caleso les astelletes en el seu debantalet.
La entonación musical nos impactó a todos, además de que la letra significaba que la pareja de “enamorados” utilizaban al perrito que les acompañaba. Un perrito delgaducho y simpático que a todos nos hacía gracia.
Nos la aprendimos todos por cantársela a menudo.
Trabajó en la fábrica de la Cova y llegó a ser elegido delegado sindical. El tiempo que representó a los trabajadores ante la empresa, las dos partes, la empresarial y la laboral estaban contentas de su gestión. Pero una vez dejó de ser delegado porque los trabajadores eligieron a otro representante sindical, comenzaron a extremarse las “luchas de clase” creando conflictos laborales, hasta que se tuvo que cerrar la fábrica y fueron a parar al “paro”.
Por aquel entonces, los sindicatos forzaron y tensaron tanto la cuerda en sus reivindicaciones, que muchas empresas como la Cova cerraron y dejaron de producir en España.
Durante muchos años habíamos viajado en bicicleta para ir a trabajar a Manises. Por el camino, para distraernos y para que no se nos hiciese pesado el recorrido, jugábamos a decir palabras que rimasen. Había veces que Juanín Fonseca encontraba hasta diez o doce palabras que rimaban con la primera que pronunciábamos.
Se casó con una chica y formaron una familia numerosa. Se quisieron mucho y llegaron a salir de la pobreza. Pero algo ocurría que la familia comenzó a desviarse por derroteros poco normales. Posiblemente la causa fue por el hecho de que los ingresos del paro eran muy inferiores al salario normal además de los extras que él se ganaba estando en activo.
La cuestión era que su estabilidad económica se vino abajo.
Sin embargo, su afán por encontrar una salida digna a su situación de pobreza le impulsó a sacar provecho de su genialidad. Inventó métodos para las instalaciones de ventanas en las construcciones modernas. Creó nuevos métodos para las instalaciones de aguas potables en los hogares. Se dedicó a buscar constructores que se interesasen por sus inventos y subvencionasen dichos inventos para que los profesionales los fabricasen y los adaptasen a las nuevas fincas de viviendas. Pero nadie se comprometía en apoyarle.
Juanín Fonseca visitó arquitectos, aparejadores, empresarios capitalistas y toda clase de personas que pudiesen interesarse por sus inventos. Todos le aseguraban que aquello que él había inventado tenía mucho futuro. Pero a Juanín Fonseca nadie le apoyó.
Un día Juanín Fonseca me visitó en mi peluquería y esperó hasta que nos quedásemos solos. Me pidió un favor. Quería que le firmase de fianza en la Caja de Ahorros para sacar un préstamo. Con ese préstamo, me dijo, pagaría a todos los acreedores que semanalmente acudían a su casa para cobrar unas deudas que su mujer dejaba de pagar en las tiendas locales. Así se quitaría de en medio a todos los que le afrentaban en su dignidad, los domingos por la mañana. Él nunca había sido cliente de mi peluquería, pero sus hijos y su padre siempre lo habían sido. Con ese sistema sólo tendría un acreedor, la Caja de Ahorros que, además, le pagaría cada tres meses y no le visitaría en su casa.
Le dije que contase conmigo. Que pasaría por la “Caja” y le firmaría la fianza. Lo hice y no volvió por allí hasta que pasaron cinco años cuando ya había liquidado el préstamo.
Cuando volvió, me pidió el mismo favor que la vez anterior y por los mismos motivos. Entonces le dije:
-“Juanín, no tengo ningún inconveniente en ayudarte para que cumplas tus propósitos. Te considero lo bastante honrado para fiarme de ti. Pero desearía que esta vez fuese la última. Parece ser, -le seguí diciendo-, que tienes un problema de administración en tu hogar. No es problema de solvencia económica. Prueba de ello es que has liquidado el préstamo y no me has necesitado para nada. Soluciona tu problema de administración y luego vuelve y te firmaré de nuevo la fianza para que obtengas un nuevo y último préstamo”.
Pasado un par de meses, su esposa falleció de un accidente doméstico. Por lo que me informó el tío Juan Fonseca, su nuera resbaló en la cocina, y con el agua jabonosa que se había salido de la lavadora resbaló se dió un golpe mortal en la cabeza.
Pasados unos meses, y como no venía Juanín a pedirme que le firmase de fianza, le pregunté a su padre mientras le afeitaba:
-¿Cómo funciona la economía familiar en su casa? Su hijo no ha vuelto para pedirme un favor que necesitaba de mí. ¿Necesitan ayuda? Si es así, dígale a su hijo que estoy a su disposición, para cuando me necesite que me lo diga.
Entonces me contestó:
-Estamos mejor que nunca. Tenemos dinero por todas partes y nos sobra para pagar al contado todo lo que necesitamos comprar. Desde que falleció mi nuera, no sabemos dónde poner todo el dinero que nos sobra, porque estamos acostumbrados a vivir con pocos gastos. Le diré a mi hijo que te has ofrecido a ayudarnos, pero que te doy las gracias, porque estamos muy bien.
FIN

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