REJILLA PARTE I

Para abrir la primera barbería de la calle Dos de Mayo en el mes de junio de 1958, como trabajaba en Cerámicas Hispania, de Manises, un compañero de trabajo que vivía en Paterna me comentó que su barbero quería vender parte de su barbería porque se iba de emigrante a Suiza. Me puse en contacto con este señor y me vendió el sillón de madera curvada y asiento, respaldo y cabezal de rejilla, el espejo casi nuevo y unos estantes de cristal, por el módico precio de mil ptas. Además, me regaló una navaja de afeitar con mango metálico, un cepillo de limpiar cuellos y otras herramientas, que él no iba a necesitar y a mi me hacían falta, porque casi no tenía.

Más adelante adquirí un segundo sillón de los llamados de “tipo americano”, metálico, de asiento y respaldo de rejilla y reclinable, para realizar mejor el afeitado. Este segundo sillón lo adquirí de un barbero llamado Ángel Soriano que había sufrido los efectos de la riada del 57, como mi familia, pero en la calle de Sagunto de Valencia. Ángel había tenido que renovar todo el mobiliario, y los tres sillones viejos los guardaba limpios y pintados en la trastienda, esperando tener ocasión de venderlos, de segunda mano. Ángel Soriano estaba casado con una sobrina de mi tía Ángeles la Regina, prima hermana de mi madre. Cuando nos los presentaron, les enseñamos la barbería que poco antes me había instalado en casa.

Ángel y su señora habían venido a veranear a Ribarroja a una casa de la calle Dos de Mayo, junto a la de mis padres. Como les conté que tenía como aprendiz a mi hermano, necesitaba otro sillón. Se ofrecieron para venderme sus sillones y sólo les compré uno, por mil pesetas. No tenía necesidad de adquirir más. En aquellos momentos era suficiente, por economía y por que mis necesidades profesionales estaban más que cubiertas. La barbería la habíamos instalado para mi tiempo libre, si bien mi ambición era dedicarme plenamente al oficio de barbero. Pero mis padres la consideraban definitiva y a perpetuidad, porque las barberías locales sólo abrían en tiempo libre, ya que los barberos ejercían otra profesión. Sólo un barbero, Paco “el Barberillo” de Ribarroja, ejercía como tal durante todo el día, de los cuatro que eran en su barbería. Eso que éramos más de quince establecimientos, aparte de los aprendices.

En 1962, decidí abandonar Cerámicas Hispania y dedicarme plenamente al oficio de barbero. Mis padres se opusieron, pero en contra de su voluntad tomé las riendas de mi vida profesional y trasladé la barbería, ampliándola a tres sillones, a la calle D. Salvador Bigorra, junto al paso a nivel. Entonces quise adquirir los dos sillones que le quedaban a Ángel, porque quería retirar el de madera y sólo le pude comprar uno por el que me cobró mil cien pesetas. El otro ya lo había vendido. Ángel Soriano me informó de un local donde podría adquirir otro sillón en el Gremio de Peluqueros de Caballeros de Valencia situado en una calle junto al Palacio del Marqués de Dos Aguas (hoy González Martí).

El Sr. Óscar, encargado del local del Gremio, me vendió un sillón “tipo americano, como los de Ángel Soriano. También de asiento y respaldo de rejilla por mil quinientas pesetas. Pero como la rejilla del asiento se había roto, en su día la sustituyeron por un tablero de chapa fina, con dibujo de rejilla grabado en la misma chapa. Así que, el primer sillón de madera y rejilla lo guardamos por haber quedado anticuado.

A pesar de que ya contaba con mi hermano Pepe, siete años más joven que yo, como aprendiz de barbero, recibí a otro aprendiz. Miguel Roselló, “el Bufo”, que duró muy poco tiempo porque optó por dedicarse al oficio de albañil. Después recibí como aprendiz a Miguel Parra, que acudía todos los días al salir de la escuela y también los sábados. Éste duró más tiempo pero optó por dedicarse al oficio de electricista, como su padre, donde alcanzó en Hidroeléctrica, el nivel de encargado de zona en la hoya de Buñol. El chico, después de llevar varios años aprendiendo de barbero, había comenzado a fallar, justamente los sábados, que eran los días que más falta nos hacía por ser, tradicionalmente, “días de afeitar muchas barbas”. Le exigí que se decidiese por un oficio o por el otro. Como decidió por ser electricista, le sustituí por otro aprendiz llamado Miguel Campos, hijo de Violante.

Como yo “hacía de conejo de indias”, cediendo mi cara para que mis aprendices la rasuraran, notaba una cierta incomodidad en el sillón del asiento de chapa. La rejilla es elástica y transpirable. Durante el verano, pasaron unos artesanos de Liria, que restauraban los asientos de anea y de rejilla. Les llamé, les pedí presupuesto, me dijeron que aquel asiento de rejilla me costaría cuatrocientas cincuenta pesetas y me pareció un precio muy elevado. Además, se llevarían el marco superior que tenía los agujeros donde tejerían la nueva rejilla, dejándome el tablero de chapa clavado con sus correspondientes chinchetas doradas sobre un segundo marco que tenía el asiento para que lo pudiese seguir utilizando. Me aseguraban que me lo devolverían a la semana siguiente, ya restaurado. Confieso que no me fiaba de su palabra, aunque ellos, por cobrar, seguro que habrían cumplido de sobra.

Recordé entonces, que el tío Antonio, padre de mi novia, había comentado que su hermana María, que falleció recién terminada la guerra del 36-39, sabía hacer rejilla. Yo pensé que si me informaba de cómo la hacía ella, emplearía mi tiempo libre en tejérmela yo mismo y me ahorraría muchas pesetas. Sin embargo él no sabia cómo se hacía y no podía informarme más que “de unos pinchos de madera dura, que él le confeccionaba para sujetar las fibras en los agujeros para mantenerlas tirantes”. Con aquella mínima información pensé que sería bueno aventurarme viendo “como modelo” la que tenían los sillones en los respaldos o en los asientos.

El material (fibras) para tejerla, lo fui a buscar en la calle de “les sistelles” (de las cestas) donde me informó el tío Antonio que lo encontraría. Es una calle que sale en diagonal por la derecha de la Avda. del Oeste y cruza una pequeña plaza hasta desembocar en la calle de Mª Cristina junto al Mercado Central. Visité varias tiendas de artículos de madera y mimbre preguntando por la fibra de rejilla. En una de ellas me dijeron que sí, que tenían para vender. El señor, dueño o dependiente, se me quedó mirando extrañado, porque no me conocía. Me hizo varias preguntas como si de género de contrabando se tratara. Me cobró, por un paquete de ¼ de kilo, creo recordar, doscientas cincuenta pesetas. Me pareció muy caro, pero yo estaba dispuesto a aventurarme, por mi cuenta y riesgo, a tejer “el asiento de rejilla de mi sillón”.

Mis primeros intentos fueron baldíos. Hice y deshice más de cincuenta veces los enmarañados cruces de fibras, hasta que una de las muchas veces, me pareció que aquello iba a salir a base de emplear tiempo. ¡Mucho tiempo! No sabía cuanto, pero como el tiempo libre no me lo tenía que valorar nadie porque era mío, estaba dispuesto a emplear todo el que hiciese falta. La aventura estaba en marcha y me complacía soportar los errores que cometía si con ellos aprendía a tejer la rejilla tal cómo debía ser.

Entre mi familia sonaban a menudo las frases burlescas sobre “mi cabezonería en querer lograr lo imposible”. No me desesperaba, ni me lamentaba de lo costoso que me estaba resultando todo aquel reto que me había impuesto. Siempre pensé que aquello podía tener su recompensa, si no económica sí una moral de victoria, si lo conseguía.

El ensayo y el error, más la persistencia, los había practicado en varias ocasiones y siempre había salido airoso. El sacrificio y la persistencia, que nacen de la esperanza, si los unes a la fe y los condimentas con el amor, siempre te elevan a la gloria. Y la gloria me llegó el día que terminé de tejer la rejilla del asiento del sillón. A mi madre le presenté, lleno de orgullo, el fruto del esfuerzo y el tesón, que me había costado más de seis meses de tiempo libre, en conseguir. Ese día también le llegó a mi madre el momento de sacar cuentas conmigo. Me dijo, con cierta sorna cargada de ironía:

-¡Ahora ya se quien me va a restaurar el asiento de rejilla de la mecedora que me rompió cuando era niño!

¿Lo tendría calculado y bien estudiado? De seguro que llevaba tiempo pensándolo, para decírmelo, si al fin conseguía realizar aquella obra de artesanía.

“Me cayó el mundo encima” porque yo, que había pensado en aquellos momentos descansar de la pesadilla que había tenido que vivir durante todo ese tiempo, que no me dejaba dormir por las noches, ahora “mi madre me salía por peteneras”.

Yo no sabía cómo había logrado tejer con tanta perfección aquel asiento. Y ahora ¿cómo recordar el enrejado y repetirlo en un asiento de mecedora que mi madre, en muchas ocasiones, por ser costurera, se había entretenido reparando aquella rotura, con hilo de palomar con el que se cosían los colchones?

No pude decirle que no. Acepté el reto, entre otras cosas porque además de que se trataba de mi madre, era un mueble defectuoso de mi casa que, por estar en malas condiciones de uso, lo teníamos infrautilizado y medio oculto bajo una pequeña almohada. Además, yo conservaba todavía más de la mitad de las fibras que me habían costado mucho dinero. Me habían sobrado y podía destinarlas al fin propuesto por mi progenitora.

Esta segunda rejilla no sería tan complicada como la primera, pensé de entrada para consolarme del mal humor. Pero tampoco me resultó fácil de encabezar. Tenía la experiencia de haber logrado la del sillón, como “de chiripa”, posiblemente por haber probado distintos métodos. Sin embargo, no podía encajar ninguno de ellos porque no sabía cual era el que me había dado el resultado final. El acertado. Por lo tanto, era como volver a empezar de nuevo. Eso sí, con el orgullo y la vanidad de pensar que la experiencia vivida me facilitaría el camino para resolver, fácilmente cualquier duda en la ejecución de la segunda. ¿Cómo me iba a imaginar la sorpresa que me aguardaba mi madre?

Lo que más me fastidiaba era la cantidad de fibras que se malograban. Se rompían con mucha facilidad. ¿Por qué se me rompían? Tenía que averiguarlo. Por mucho que me fijaba en ellas no lograba entender la causa. Era como una obsesión que me quitaba el sueño, porque si hasta entonces pensaba que tenía fibras de sobra, ahora que tenía que restaurar otro asiento, en este caso de la mecedora, que era casi el doble de grande que el del sillón, de seguro que no tendría bastantes al paso que iban rompiéndose. .

En la primera rejilla, ya había descubierto que las fibras, por ser vegetales y estar secas, si las mojaba, me sería más fácil doblarlas por hacerse más flexibles. Tenía que ir introduciéndolas entre ellas, tal como las veía entrecruzadas para lograr realizar los dibujos que, a mi corto entender, se observaban en los asientos y respaldos de las viejas. Hasta llegué a pensar que nunca podría repetir la experiencia de terminar de confeccionarla. Lo que más me sorprendía era que habiendo hecho la primera, mi moral iba bajando cada día que pasaba, sin avanzar siquiera. “Pensé tirar la toalla”, como en la anterior, más de veinte veces. Llegué a dejar el marco del asiento y las fibras de la rejilla abandonados por varios días.

Mi familia me preguntaba y no me atrevía a contestar más que murmuraciones de descontento. Las ideas, esas ideas que en los tebeos aparecen “por arte de magia” ilustradas por una bombilla eléctrica que iluminan el camino a seguir por el personaje, no me salían por ninguna parte. Yo las buscaba por todas partes, en todas las ocasiones y en todo momento, durmiendo, soñando y despierto. Atento a todo lo que me pudiese servir de punto de referencia y nada de nada.

Volvía a recuperar la moral y me reiniciaba en la labor de continuar luchando por avanzar. Muchísimas veces, descubría que las dos o tres fibras anteriores que había colocado bien y de las que me sentía satisfecho, tenía que quitarlas porque no las había puesto acordes con el resto. Quitarlas y volverlas a colocar me resultaba muy penoso. Me retrasaba en el proceso y malograba fibras que me harían falta más adelante. Aquello era ir como los cangrejos: “un pasito hacia adelante y otro hacia atrás”. Peleaba y probaba de distintas maneras y las combinaciones no me salían. Era como tejer y destejer. Como Penélope, la esposa de Ulises. La única diferencia era que Penélope lo hacía adrede porque ganaba tiempo con ello, pero yo no ganaba nada al perder el tiempo. Fibras que se doblaban y se revolvían como si quisieran acoplarse de espaldas. Y entonces, vuelta hacia atrás. Como tantas veces ocurría, las fibras se me rompían con tanta facilidad que me hacían desesperar.

Una de las ventajas que observé, fue la de dejar que las fibras no estuviesen ni mojadas ni secas, sino húmedas. Así podía hacerlas deslizar entre ellas. Mantenían una flexibilidad relativa y se rompían menos. De todas formas seguían rompiéndose muchas y tendría que descubrir las causas que provocaban aquella siembra de trozos que nunca servirían para tejer un panal tan perfecto como me había salido en el asiento del sillón.

De vez en cuando, le pasaba la mano por encima y por debajo acariciándolo. Lo notaba casi perfecto. Como el del respaldo. ¿Cómo casi? ¡”Estaba perfecto”! Como hecho por un profesional. Y lo que más me cabreaba era que no encontraba la fórmula para continuar sin tanto destrozo de fibras. Si continuaban rompiéndose, tendría que ir en busca de otro paquete de fibras para poder continuar experimentando y esperanzado en dejar el asiento de la mecedora en condiciones de utilizarlo. Me ilusionaba mucho dejarlo terminado, tal como mandan los cánones de la funcionalidad del mueble del que tanto me habían hablado y que yo conocía por haberlas utilizado algunas veces en la casa de mis abuelos maternos. Ellos tenían dos mecedoras de mucha calidad, como la de mi madre y siempre habían presumido de ellas. Recordaba a mi abuela Dolores, ciega de cataratas, siempre sentada en una de ellas. Y a mi abuelo Regino, para reposar de sus achaques y del dolor de la pierna, la mecedora le servía de terapia.

Una de las veces que me enfurecí con la fibra, como si ella tuviese la culpa de romperse, me corté en el dedo. Al deslizarse sobre mi piel, se había introducido en ella y me había cortado un poco. Noté el escozor. ¿Era fuerte y se rompía? Mi cabreo con las fibras estaba más motivado por ese detalle. No podía comprender la contradicción. La acaricié varias veces, como pidiéndole perdón. Las fibras de la rejilla son brillantes por la cara superior y, por la cara inferior, son fibrosas y ásperas. Me fijé en esa fibra que me había herido y me dediqué a contemplarla.

¡Estaba pidiéndole perdón a una fibra de rejilla! ¿Me estaba trastornando? ¿Me sentía culpable de haberme enfurecido por que se me rompían muchas fibras y al sentir el escozor en mi dedo le suplicaba que me disculpase por mi brusquedad al tratarla? Algo raro me estaba pasando y no llegaba a controlar mis emociones. Acariciando la fibra sentí como un alivio emocional. ¿Qué me decía la fibra al rozarla con la yema de los dedos? ¿Era un lenguaje nuevo que apenas se identificaba con mi pobre sensibilidad?

Me sorprendió el hecho de comprobar que la fibra tenía un pequeño nudo, suave, casi imperceptible a la vista y al tacto. Ese pequeño nudo se repetía un par de palmos más adelante y otro par de palmos más hacia atrás. Eran nudos como los de las cañas, pero mucho más distanciados. Tan suaves, que me resistí a concederles importancia. No tenían por qué preocuparme. Sin embargo, durante un buen rato no dejaba de pensar en aquellos minúsculos nudos que había descubierto. Me desconcertaba el hecho de no quitármelos de mi mente, cuando en el fondo no quería ocuparme de ellos.

Ocupado y preocupado por aquel descubrimiento, comencé a recorrer varios de ellos en distintas fibras que se me habían roto. Casi todas estaban rotas por los minúsculos nudos. Algunas se mostraban desgarradas, desfiladas como si las hubiese cortado con tijeras en diagonal.

¡Claro! ¡Ya está! ¿La causa de la ruptura de las fibras podría ser por intentar hacerlas pasar a presión, por entre varias de las ya colocadas? Indudablemente que sí. Las estaba forzando a la contra y ellas se abrían, o se rompían porque había que hacerlas deslizar a favor.

Las fibras, de dos milímetros de anchas y de medio milímetro de gruesas, venían empaquetadas en forma de madeja. Eran largas, de unos cuatro o cinco metros, la mayoría de ellas, y el paquete había sido doblado por la mitad. Posteriormente las habían ido plegando en pliegues de dos palmos y, finalmente, atadas por medio de un cordel en el centro formando la madeja. No se distinguían las puntas anteriores de las posteriores. Eran todas iguales. Por eso no había reparado en el detalle de estar forzándolas a pasar a contrapelo. Las había estado violentando y ellas cedían por el nudo, casi todas. En las cañas y los juncos, la base es más gorda y se nota, como en las ramas de los árboles, que a favor es hacia la parte más delgada y a la contra es hacia la parte más gorda.

A partir de ese momento me sentí como “pez en el agua” al comprobar que las fibras pasaban con mucha suavidad por los espacios estrechos que les permitían las otras fibras.

Me sentí muy feliz cuanto tuve resuelto el problema de las distintas capas que tenía que ir sobreponiendo unas sobre otras. Son cuatro capas. La primera capa la había pasado dos veces por cada agujero, de derecha a izquierda y viceversa. O sea, de ida y vuelta. Para que quedasen tensadas como las cuerdas de guitarra, había que sujetarlas con los pinchos de madera mencionados por el tío Antonio, mi futuro suegro, del grosor de los agujeros de la madera y de mayor a menor para que, presionando, sujetasen firmemente las fibras. Una vez que las fibras quedaban sujetas en agujeros posteriores, estos pinchos los iba sacando y colocándolos delante en los nuevos que se iban ocupando. La verdad era que, con unos seis u ocho pinchos había suficientes para hacer el recorrido desde el principio hasta el final de la primera capa. Cuando una fibra se estaba terminando, tenía que sustituirla por otra, enganchada debajo de la última vuelta de la anterior, que la aprisionaba. Después, la punta sobrante de la que se acababa, la sujetaba con otra posterior aprisionándola también. La segunda capa tenía que ir colocada de arriba hacia abajo y viceversa, dos fibras por cada agujero, a la ida y a la vuelta, al igual que la primera capa, cruzándose con las fibras de esta alternando una por arriba y la otra por abajo, por separado. Para ello tuve que ingeniármelas utilizando una herramienta en forma de alfiler plano. Pensé que sería muy útil la cuerda de un reloj despertador.

Como mi hermano era relojero, dicha herramienta me salió al paso sin grandes esfuerzos por descubrirla.

Se trata de una lámina metálica, acerada, en cuyo extremo inferior tiene un agujero para engancharlo al eje de la rueda motriz. Sólo tenía que quemarle un poco la punta exterior, y afilarla con una lima por los lados. Así pasaría fácilmente de una parte a otra y la fibra, enganchada al agujero y doblada, sería arrastrada de un tirón. La tercera capa tenía que colocar las fibras en una diagonal cruzándose con las dos capas anteriores a base de meterla de arriba hacia abajo, con una mano y por el agujero siguiente, de abajo hacia arriba, con la otra mano. Con el tiempo aprendí a doblar la fibra con la uña y colocarla en forma de gancho para no tener que utilizar las manos por debajo del asiento. La verdad es que la fibra se mantenía doblada y la desdoblaba a mi antojo para introducirla por los agujeros enderezada. Y la cuarta capa en la otra diagonal. De esta manera, las dos primeras capas formaban cuadritos y las otras dos capas en diagonal formaban los octógonos al disimular las cuatro esquinas de los cuadritos.

Explicado así, en el párrafo anterior, e ilustrado con las cinco fotos, hoy me resulta fácil decirlo. Pero encontrar la fórmula, entonces, pasar por los errores cometidos, solucionarlos y avanzar con seguridad en la realización de un programa desconocido, era como querer nadar y no poder mantenerme a flote en las profundas aguas, sin haber aprendido ni tener un maestro que me adoctrinase en lo más mínimo.

No me ahogué, porque no estaba nadando en aguas profundas, pero estuve, como quedó dicho anteriormente, apunto de abandonar en muchas ocasiones. Esta forma de expresarme “como si estuviese nadando en las profundas aguas”, me recuerda que, durante el servicio militar en Cartagena, en el año 1962, haciendo una excursión bordeando el puerto, me atreví a lanzarme al agua con mis pantalones cortos y camiseta de manga corta, desde el espigón del faro de la derecha para cruzar un largo espacio de la bahía hasta la orilla, donde había un viejo barco anclado. Pensé que el trayecto lo realizaría y me sobrarían fuerzas para agarrarme al barco y descansar. Después, pensaba reanudar la marcha y volver o continuar hasta la misma orilla del puerto, por donde había paseado otras veces. Me conocía el camino de regreso y paseando pensé volverme hacia el cuartel. Pero, cuando estaba a medio camino del recorrido hasta el viejo barco, me fallaron las fuerzas y temí ahogarme. Había calculado mal la distancia. Entonces recurrí al viejo truco de dejarme mecer por las aguas, “haciéndome el muerto”. Descansé todo el tiempo que me apeteció, el suficiente para reanudar las brazadas y llegar al viejo barco. Así, realizando tres o cuatro descansos, llegue a cruzar un inmenso espacio que me parecía interminable durante el primer trayecto de mi aventurada travesía del puerto de Cartagena. Debo confesar que las aguas estaban completamente tranquilas y no me sentí angustiado, más que en el primer momento. Después me sentía un héroe.

En la restauración de la rejilla, al final de todo ese proceso, había que hacer un último detalle. Había que colocar una fibra sobre los agujeros, alrededor de todo el asiento. Yo le digo “la fibra tapa feas”. Esa fibra debía sujetarla por medio de otra fibra que, entraba y salía en cada uno de los agujeros por detrás del marco.

En esta última operación, se creaba una dificultad añadida. Que si en cada agujero había introducido un mínimo de cuatro fibras, las dos últimas mencionadas, la de salida y entrada, debía colocarlas a base de mucho ensayo y error. “No había manera de introducir la maldita fibra”. Los agujeros estaban llenos y apuntaba por todas las rendijas imaginables, y la fibra no pasaba. La causa principal era que el asiento lo tenía sobre la mesa o el tablero donde trabajaba y ni con una mano ni con la otra era fácil realizar aquel trabajo.

Con el tiempo fui solucionando los problemas a base de tomar nuevas herramientas. Por ejemplo, una lesna (punzón), con la que presionaba sobre las fibras y dejaba algo de hueco para facilitarme la introducción de las dos últimas. Añadí también una herramienta magnífica, utilizada por los carpinteros, los herreros y los guarnicioneros. Los dos primeros siempre habían utilizado el torno, unido al banco de trabajo, con el que sujetar la pieza y colocarla en las posiciones adecuadas para poder trabajar a dos manos, y en posiciones varias. El guarnicionero, para coser los correajes, utilizaba una pinza de madera ancha y plana, larga, metida entre las rodillas y sujetada con los pies, para poder coser a dos manos y en varias direcciones.

Siempre he pensado que las ideas del maestro, el taller y los antecedentes, son la luz del aprendiz. En este caso, como no había maestro, ni taller, ni precedentes, yo, pobre aprendiz, andaba ciego. No veía la forma de introducir aquella maldita fibra. Perdía tiempo y más tiempo. Perdía la paciencia y los nervios se apoderaban de mí. Era la gota que colmaba el baso de mi gran espíritu de lucha. Me forraba de valor. No desesperaba, pero me sentía frustrado por no poder llegar a decir un día “que el asiento de la mecedora de mi madre estaba ya terminado”.

Sin embargo, el día llegó.

Mi madre vino a la barbería, la saludé con efusión y le dije “con la satisfacción de haber cumplido con mi deber”:

-¡Madre, aquí está el asiento terminado! ¡Ya se lo puede llevar a casa! -Y añadí a continuación: -Cuando vaya a mediodía a comer, se lo montaré en la mecedora.

Me quedé más ancho que largo. Pero si en esos momentos alguien me hubiese dicho que estaba harto de aquel maldito asiento, lo hubiese negado, en presencia de mi madre. Ella estaba orgullosa de su hijo Paco, porque le había restaurado el asiento. Con él bajo el brazo y el bolso de la compra colgado en el otro, no debía escuchar de mi boca un desprecio hacia lo que ella tanto quería. El mueble preferido de la familia, que debido a la rotura de sus fibras hacía años que nadie, ni mi madre, podía deleitarse meciéndose en él. Las mecedoras de sus padres habían sido vendidas por ellos en tiempo de crisis.

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL TREN

PRÓLOGO DE LOS CUENTOS DE RIBARROJA

EL TÍO REGINO