REJILLA PARTE II
Encargos a mi madre
Al llegar a mi casa, comí y me dispuse a montar el asiento de la mecedora. Le pregunté a mi madre ¿dónde lo tenía? No sospechaba la sorpresa que me aguardaba. Pero, al tomar el asiento que lo había dejado en un lugar apartado del comedor de la casa, me dijo:
-¿Sabes que ha pasado, Paco? Que al llegar a la carnicería de caballo, una mujer, la tía Antonia, me ha preguntado ¿Que dónde me habían hecho esta rejilla?
-¿Y Usted qué le ha dicho?- Le interrogué, por simple curiosidad.
-¿Qué querías que le dijera? Que la habías hecho tú. Le he contado lo mucho que has tardado en tejerla y me ha dicho que “te diese la enhorabuena”, por lo bien hecha que está. ¡Ah! Me ha pedido que te acerques a su casa, porque quiere que le restaures la suya.
-¡Madre! ¿Qué ha hecho? Le ha dicho que me haré cargo de su rejilla y se queda tan tranquila. ¿Es así?
-¡Naturalmente! Con lo contenta que estoy, no podía decirle otra cosa. Tú sabes lo mucho que me aprecio este mueble y la ilusión que me hace poder descansar sentándome en él. A la tía Antonia le pasa lo mismo que a mí. Y, otra cosa: la vecina de la tía Amparito, la “Tomatica”, la mujer del tío Vicente el “Carboner”, quiere que le hagas las rejillas de las dos mecedoras, que las tiene medio rotas.
Aquella noticia me emocionaba por los piropos que me lanzaba mi madre en nombre de mis “candidatas” a clientas de mi nuevo oficio de artesano de la rejilla.
No lloré delante de mi madre, pero me entró un miedo horrible a enfrentarme con aquella nueva situación. Había pasado de un mero capricho que, por ahorrarme unas pesetas lo había asumido voluntariamente, a tener que sufrir las mayores adversidades de mi vida. Continué con aquel agobio, para cumplir un compromiso con mi madre, que se merecía eso y mucho más, con lo cual continué sufriendo lo indecible. Finalmente, pasé a tener que seguir con el “drama” de tener que emplear mi tiempo libre, de por vida, en la restauración de las rejillas de mecedoras y sillas. Me llovieron los encargos como agua lenta, pero persistente, desde el año 1962 que comencé aquella “horrorosa aventura”, hasta hoy, que ya han pasado más de cuarenta y siete años y me he enamorado de esta artesanía. Una media de casi cincuenta encargos anuales, dan una cifra de más de dos mil asientos o respaldos de rejillas. Ser artesano de la rejilla, se ha convertido en mi mayor afición.
Desmontar y montar un asiento de mecedora
El hecho de desmontar un asiento de mecedora es un trabajo arduo, delicado y, a la vez, muy duro. De entrada te enfrentas con tirafondos largos, gruesos y que hace más de cincuenta años que no se han movido de su alojamiento, desde el día que fue montado el mueble.
Estos tirafondos no se les podían desenroscar, porque sus ranuras donde se les acopla el destornillador estaban repletas de pulimento. Por lo tanto, con un martillo pegándole martillazos pequeños al destornillador, había que limpiar todas las ranuras. Pero hay otra dificultad mayor: el mueble tiene su madera curvada, a veces como en forma de caracol y no permite que el destornillador se ajuste a la ranura del tirafondo, teniéndolo que hacer de forma ladeada. Este hecho impide que el destornillador se ajuste en forma de T y realice el trabajo de desenroscar. La mayoría de las veces, la cabeza del tirafondo se deforma. El destornillador no se ajusta y el tirafondo no quiere salir de su sitio. ¿Qué hacer en estos casos?
Yo tenía una ventaja. Que el padre de mi novia, al ser carpintero y ebanista tenía unas habilidades profesionales que eran de admirar en él. Mi capacidad de observación, que había ejercitado desde mi más tierna infancia, me había permitido captar algunos detalles de esas habilidades. En este caso, utilizando una herramienta especial de carpintería que se llama formón, con el martillo le descarnaba la madera de los alrededores del tirafondo, y con unas tenazas, ladeadas, pellizcaba la cabeza del mismo y lo desenroscaba fácilmente.
Tal es así que, un día, desde la puerta de su carpintería, un carpintero me llamó y me preguntó que si yo iba a restaurar la mecedora de la señora María “la de
En esos casos, cuando llega el momento de montar el asiento en el mueble, ese vaciado de madera se deberá rellenar con la masilla que, tradicionalmente, los carpinteros han utilizado para nivelar los defectos o nudos de la madera cuando se pretende que queden visiblemente lisos y bonitos de aspecto. Después se les añade el color, y el pulimento o el barniz, como maquillaje final.
Otro de los inconvenientes que presentaba ese trabajo de montar y desmontar un asiento de mecedora, era el tamaño del destornillador. Destornilladores los hay de varios tamaños. Por aquel entonces, sólo había un tipo de destornillador. Hoy los hay de estrella, de cuadrado, de triángulo, de varios modelos, a veces tan raros, que parece que los fabricantes se han puesto de acuerdo en distinguirse por su singularidad. Pero lo propio de todo profesional que se precie, es que se provea de varios tipos y tamaños para acoplarse a las necesidades de cada caso. Sólo que en mi caso, como queda patente, “mi maestro era el tío Antonio”. Si bien no se ocupó en enseñarme. Más bien era yo el que aprendía de él por observarle cuando trabajaba. Él disponía de un destornillador grande y me permitía que lo utilizase en los casos que lo necesitase.
Eso no evitaba las dificultades propias que presentaba aquel trabajo tan difícil. Poco a poco, yo iba adquiriendo la experiencia y habilidad suficientes para sacar aquellos “malditos tirafondos”.
Después, de restaurar la rejilla, había que montar aquel asiento o respaldo en su mecedora o silla correspondiente y ajustar los tirafondos, fuertemente, para que con el movimiento propio del balanceo, no se aflojasen y la mecedora se desencajase en poco tiempo.
En una ocasión, mi hija mayor me comentó que había visitado el Monasterio de
Yo, de costumbre, caminaba todos los domingos por la mañana visitando los pueblos de alrededor (los médicos me habían recetado, hacía unos años, que caminase para que el corazón bombease mejor la sangre), porque había sufrido un infarto agudo de miocardio. Así que, el siguiente domingo, me levanté un poco más temprano, me acerqué a Benaguacil y subí al Monasterio y oí misa. Después pregunté a una de las hermanas por
Volví, desmonté el asiento y le entregué los tirafondos a
Resumiendo: que los tirafondos con los cuales están montados los muebles de rejilla, principalmente de las mecedoras, ofrecen verdaderas dificultades para ser desatornillados, por las causas ya descritas. Pero, en general, hay que hacer mucha fuerza. Yo diría que “muchísima”. Hay veces, que hay que “hacerla toda y muchísima más”. En general, la mecedora tengo que acercarla a la pared, y apalancarla para que resista la embestida de mi cuerpo volcado sobre el gran destornillador y, una vez asegurado de que se agarra bien y encaja en la ranura del tirafondo, apretar fuertemente. Y, milímetro a milímetro, moverlo de su encajadísimo estado para desenroscarlo poco a poco. Después, al montar de nuevo el asiento, hay que asegurar fuertemente los tirafondos a ser posible secos, tal y como salieron.
Las hernias inguinales
Tan duro es el trabajo de montar y desmontar los asientos de mecedoras, que cuando ya llevaba varios cientos de muebles desmontados y vueltos a montar, pasados aproximadamente unos quince o dieciocho años, noté un pequeño escozor en la ingle. No sabía por qué, yo notaba algo que me hizo preocupar. Lo consulté con mi médico de cabecera, me hizo bajarme los pantalones, me hizo doblar la cabeza hacia un lado y me pidió que tosiese.
No era la primera vez que me hacían la “prueba de la hernia”. En el Servicio Militar nos la hacían y, por supuesto, a todos los reclutas. En efecto: me confirmó mis sospechas. La hernia era pequeña, pero segura. Como una nuez. Se había reventado la pared inguinal y había que ir al hospital, porque tenían que operarla.
El equipo de Cirugía del Dr. Cano, del Hospital Provincial de Valencia, se hizo cargo de intervenirme. Lo pasé mal. No sabía yo que una pequeña intervención quirúrgica como aquella, me supusiese tantas molestias postoperatorias. El corte fue de un palmo de largo al que hubo que coser. Los seis o siete puntos tiraban y me acurrucaba de dolor cuando uno de los amigos que me visitaban al Hospital me hacía reír contándome un chiste. Pero lo di por lógico. Pensé que el tío Antonio también estaba herniado. Me resigné pensando que aquello eran, como dice la voz popular: “gajes del oficio”. Él también había montado y desmontado muchos muebles, enroscado y desenroscado muchos tirafondos y tornillos.
A mi corto entender, las hernias inguinales no eran, sólo, fruto de los esfuerzos realizados por las personas adultas en sus quehaceres, digamos, laborales. Yo sabía que, algunos niños recién nacidos, o en su primera infancia, tenían que ser vendados por las matronas por estar herniados de la ingle. Unos decían que por dejarles llorar desgarradamente y otros porque habrían sufrido mucho al nacer. Ya se sabía que el paso por el túnel, que hay que atravesar desde el vientre materno a “este mundo de los vivos”, requiere hacer un gran esfuerzo. Tanto la madre como la criatura que tiene que nacer.
Me recomendaron que evitase esfuerzos, durante un tiempo prudencial, para evitar así que se reprodujese aquella “incómoda hernia”. Sencillamente, pensé que no volvería a herniarme.
Cuando ya habían transcurrido, lo que para mí era un tiempo prudencial, tomando las debidas precauciones, decidí continuar desmontando y montando asientos y respaldos de rejillas. Seguí restaurándolas, como si no hubiese ocurrido nada, o por lo menos como si no tuviese miedo que me volviese a herniar. Pero lo que tenía que pasar, pasó. Me volví a herniar de la misma parte inguinal derecha.
Esta vez la hernia se manifestó, en poco tiempo, del tamaño de una mandarina. Me alarmó el hecho de que aquello no parecía lógico y tampoco me parecía razonable. Yo había hecho de mi parte lo que había podido. Había obedecido las recomendaciones del cirujano y el resultado no era nada satisfactorio. El hecho fue que, el equipo de Cirugía del Dr. Cano me intervino de nuevo.
Fue para mí un “mazazo” que me dejó perplejo. No sólo sentía la herida física, si no la herida moral que me producía tener que evitar desmontar y volver a montar los muebles de rejilla que, para mí, ya resultaba ser “una segunda profesión”.
Esa segunda vez que fui intervenido quirúrgicamente, me dolió mucho más que la anterior. El motivo era lógico: no asumía la nueva situación como normal. Me sentí defraudado y me resigné porque había sido educado en base a la famosísima frase: “contra los mayores no partas peras, ni de bromas ni de veras”. Además, así como las generaciones actuales son especialistas en la ambición, nosotros lo somos en la resignación.
El postoperatorio tenía que hacerlo con mayores precauciones. Estaba herido y necesitaba que las dos heridas se curasen, a pesar de que me obstaculizaba mi desarrollo normal de vida. Si recibía algún encargo, no tenía ya la firmeza anterior para aceptarlo, Me faltaba la confianza para hacer nuevos esfuerzos. Me dolía el hecho de poder compararme con el tío Antonio, porque de recién casados, tuvimos que ingresarle en el Hospital por habérsele estrangulado la hernia. Entonces, en la sala de urgencias y acostado en la camilla, se la introdujeron en la ingle, lo prepararon y, unos días después le intervinieron quirúrgicamente de las dos partes y del apéndice. Los cirujanos dijeron que de no haber llegado a tiempo, la estrangulación de aquella maldita hernia del tamaño de un pequeño melón, le podía haber causado la muerte.
Llegué a negarme a dar servicio de restaurador a las posibles clientas, durante una larga temporada. Aquella etapa me la recuerdan, de vez en cuando, algunas personas que se sienten dolidas porque, a ellas precisamente, les negué mis servicios. Me lo echan en cara y me duele no haberles podido atender como lo he hecho siempre, por varias causas. Primera, porque pienso en mi madre, que se sintió feliz al recuperarle el pleno uso de su mueble preferido. En segundo lugar, porque me siento alagado por ser uno de los poquísimos rejilleros de la zona, y eso te hace sentir “casi imprescindible”, entre comillas. Y, finalmente, porque a pesar de lo costoso y lo difícil que me resultó poder aprender esta artesanía tan apasionante, me hago valer lo suficiente como para ver que mi tiempo libre, empleado en ello, me resulta rentable.
Para hacernos un pequeño cálculo, desde que empiezo a desmontar un asiento de mecedora, si este tiene algo que restaurar en la madera del marco, hago de carpintero. Después lo pulimento antes de restaurar la rejilla y finalmente vuelvo a montarle en su lugar de origen. Para ello necesito, por lo menos, entre veinte y veinticinco horas. Con dinero antiguo, actualmente, lo valoro en mil ptas. la hora. Quizá por eso, me he decidido a escribir este largo relato, con pelos y señales, para evitar que se pierda esta actividad. Por otra parte tengo la suerte de haber contribuido, con mis técnicas artesanas, a realizar un reportaje en DVD, que una emisora de TV se interesó por filmar en mi pequeño taller. Esta documentación, gráfica y literaria, permitirá transmitir esta especialidad, por mi parte, a unas cuantas generaciones más.
Parece ser que restauradores/as de rejilla hay muy pocos en la zona. Sólo conozco en Benaguacil a una señora, Teresa Romero, que es muy mayor y sus hijos le han pedido que no restaure más. Desde entonces me cede los encargos que le hacen y yo le hago un pequeño descuento, como intermediaria.
El tema de las hernias me preocupó, pero no tanto. Por que llegó un día que decidí reincorporarme a esta actividad. Pero volvió a reaparecer la hernia por tercera vez. Si en un principio no era preocupante, poco a poco se hizo de tamaño desproporcionado y pensé que aquel defecto habría que atajarlo en serio y como se dice en el argot taurino: “coger el toro por los cuernos”.
Escribí una carta al equipo de Cirugía del Dr. Cano. Les expuse las razones por las cuales yo me sentía muy molesto por haber cumplido con sus recomendaciones postoperatorias, “como un buen paciente”, y sin embargo el resultado había sido nefasto. Ellos se sintieron aludidos, como si les acusase de negligentes y me llamaron a consulta.
Allí, se barajaron varias afirmaciones. La más singular de todas era “que, el equipo, con el Dr. Cano a la cabeza, no me podía garantizar el éxito rotundo de la eliminación de la hernia, para siempre, porque esta se podía reproducir sin menoscabo en la calidad del servicio de cirugía”. Dijo el Dr. Cano, con rotundidad, que “la extirpación de un apéndice da un resultado total, porque ya no se puede reproducir. Pero la hernia se puede reproducir en todos los casos. Puede aparecer en cualquier persona ya intervenida o no. Que una hernia es una tripa que, por la presión ejercida por la persona que la sufre, consigue perforar y atravesar la pared inguinal y salirse de su alojamiento original. Lo mismo ocurre en la hernia umbilical. En mi caso, el Dr. Cano me aseguraba que mi pared inguinal era como la de una persona mayor. Envejecida. Y, por lo tanto, fácil de ser atravesada por mis tripas.
Esta última afirmación me pareció una “excusa de mal pagador”, con todos mis respetos, porque mi pared inguinal de la izquierda no se me había perforado. No me había herniado de esa otra parte. Sin embargo, con el tiempo he llegado a pensar que tendría su razón de ser el hecho de que nunca forcé con la izquierda para motivar que esa parte se herniara.
El Dr. Cano se me ofreció para realizar él, personalmente, una tercera intervención. Esta vez, la haría con las técnicas más avanzadas de
Aquellas atenciones las valoré como una gentileza hacia mi persona, porque aquellos días, la prensa, había publicado un magnífico reportaje sobre mis declaraciones profesionales, de peluquero psicoestético. Con mi fotografía incluida. En pocas palabras: “me había convertido en un personaje famoso” y a eso yo le tenía que agradecer que se me tratase con cierta distinción. “Todavía hay clases”, pensé.
Accedí, no sin cierto recelo, a recibir las atenciones que se me brindaban y me intervinieron por tercera vez.
Al despertar de la anestesia me trasladaron a la sala. En mi habitación me visitó el equipo de Cirugía casi en pleno. No acudió su jefe, el Dr. Cano. Nos contaron, a mí y a mi familia, que la intervención la había realizado el propio Jefe, con mucha maestría, con seguridad, con meticulosidad y con la buena disposición de un gran maestro, para que su equipo viera cómo se deben hacer las cosas desde la cátedra.
Había reforzado la pared inguinal con una malla de resistencia, para evitar que la hernia se reprodujese. Me dieron la enhorabuena y se vanagloriaron de tener un maestro capaz de asegurar el trabajo con tanta complicación y riesgo, para que no se volviese a repetir.
Nos dejaron satisfechos. No obstante, el postoperatorio lo tuve que soportar de forma distinta a las anteriores. Más dolorosa e incómoda. Porque llevaba un “cuerpo extraño” metido en esa parte que a todos nos gusta tener lo más flexible y segura posible. La vida de rejillero continuó, sin cambios. Esta vez tenía asegurada mi pared inguinal, para el resto de mis días.
Ah sí. Eso creía yo. ¿Dónde estaba escrito que no me volvería a herniar? Pasaron los años, no muchos y un día, sentado en la taza del water, como iba un poco estreñido noté que, al forcejear, mis tripas se bajaron hasta el testículo derecho. Se formó una bolsa que me hizo sentir el desgarro de una parte de mi cuerpo como si se desvaneciera.
Me acababa de herniar, por cuarta vez. La malla artificial de la pared inguinal, había resistido la presión pero mis tripas se deslizaron hacia donde pudieron escaparse de su sitio habitual.
Me asusté tanto que quise evitar un estrangulamiento, por hernia. Podría morirme al menor descuido y aquello me daría por desterrado de este mundo, donde los mortales nos aferramos tanto. Yo no podía ser menos. Busqué en la cirugía una salida al posible drama.
Esta vez fui destinado al Centro de Rehabilitación del Levante, junto a la carretera de Valencia a Liria, llamada Autovía de Ademuz. El cirujano que me atendió era un hombre ya mayor, en edad próxima a la jubilación y sabía que aquella hernia tenía sus “bemoles”. No era una hernia cualquiera y se me brindó para restituir la malla de refuerzo por otra, con las mejores garantías posibles para evitar la reproducción y, por supuesto una estrangulación eminente.
Aquel cirujano me ofreció una serie de garantías que, a primera vista, parecía que yo me las creía. No es que me lo creyese o no, sino que me inspiraba muy poca confianza. Aún así, me rendí a la evidencia. Cedía a la intervención por ver si, dando un paso más en la dirección que él me señalaba, podíamos evitar mi sensación de inutilidad.
La intervención, según me dijo el cirujano al visitarme en mi habitación, “había sido un éxito y podía sentirme seguro que en adelante no volvería a herniarme más”. La malla de refuerzo anterior había sido sustituía por otra, más bien instalada. Más resistente a la presión de la pared inguinal. Posiblemente, él pensaría, y así me lo confesaba, que “la solución era definitiva”.
A mi me hizo dudar, pero no me podía sentir desatendido, ni un solo día. Me pidió que acudiese a su consulta varias veces. Quería asegurarse de que la hernia nunca más aparecía. Mientras tanto, yo sentía aquel “cuerpo extraño”, como la vez anterior. Me molestaba y me sentía incómodo, pero me resignaba pensando que podía ser verdad el pronóstico del doctor.
Cuando me recibió por quinta o sexta vez, me hizo la revisión de costumbre y se me quedó mirando fijamente. Me dijo que aquello no había dado el resultado esperado por él. Que “tendría que intervenirme de nuevo y cogiendo de unos nervios que tenemos en la parte superior, empalmaría unos tirantes que sujetasen la malla, esta no se soltaría más. Aseguraría mejor la malla protectora y…”
No le dejé terminar. Le dije que no hacían falta nuevas intervenciones quirúrgicas. Que ya no me prestaba a ello y que me daba por vencido. No convencido de que obraba bien, pero sí resignado a mi mala suerte. Que se dejase de nuevos intentos.
Hernicur, aparatos para sujetar las hernias
Mis ánimos caídos se levantaron cuando un día, leyendo la prensa encontré un recuadro en portada. A primera página había un anuncio de Hernicur. Anunciaba aparatos para sujetar las hernias, flexibles, suaves, sin hierros ni hebillas metálicas y lavables. Llamé por teléfono, me citaron y acudí a la cita en
El precio resultaba un tanto desorbitado. 80.000 ptas. cada uno. Eso sí, pagándolos al contado, obtendría un descuento de 20.000 ptas. Con aquellos aparatos me sentiría perfectamente útil y evitaría que la hernia se notase en lo más mínimo. Quedaría sujeta y alojada en su interior.
Ante mis dudas, me hizo acostarme en una camilla, me introdujo la hernia y presionó con la mano, aplastando la pared inguinal. Me dijo que allí se alojaría un cojinete confeccionado por él, que sujeto por unos tirantes que se engancharían en un buen cinturón, abrochado con belcro, evitaría que mi pared de la ingle cediese, mientras el aparato se hallase sujeto a ella. El belcro lo tuve que reforzar con unos remaches-roblón de broche, que me colocó mi amigo Bayo, el zapatero, que sujetaban mucho mejor a la cintura.
La demostración me inspiró la suficiente confianza para darle el visto bueno para su confección. Los materiales que me enseñó, tanto para el cojinete, los tirantes y el cinturón me parecieron sólidos, lavables, flexibles y suaves, Podría aceptar la sujeción con mayor naturalidad que aquellos que adquirimos para mi suegro, que nunca los pudo llevar, porque llevaban una ballesta metálica.
Cuando me los colocó, pasados unos días, me sentí seguro de poder desmontar y montar asientos de mecedoras, sin peligro de volverme a herniar. Aquello me gustó, desde el principio, y me acostumbré a ellos. Volví a ser un artesano de la rejilla con firmeza y seguridad. Tanto que me crecieron los encargos y yo desarrollaba la especialidad con garantías de fututo. Me sentí feliz.
Pero aquello duró menos de dos años. Fui a pasar una de las revisiones a Hernicur y, el señor “catalán” me dijo que aquellos aparatos había que renovarlos confeccionando otro par de ellos, porque mis sospechas de que podrían mejorarse, me las confirmaba. Pero “esos no se podían adaptar”, aseveró él. “Tenía que hacer otros dos nuevos”. “Los cojinetes no cedían lo suficiente y la hernia no quedaba enteramente sujeta en su lugar de alojamiento”.
Tuve que gastarme otras 140.000 ptas. y asegurarme mi integridad física e inguinal. Con los lavados, con el continuo uso y con las posibles mejoras que yo pensé que se le podrían realizar a los nuevos aparatos, decidí investigar y “hacer yo mismo las reformas y adaptaciones convenientes”. Busqué materiales, tales como enganches, nuevos, que con el tiempo se iban oxidando y los sustituí por otros. Los materiales de los tirantes, que se endurecieron, como acartonados, los forramos con unas fundas de tela blanca y suave que me confeccionó la modista de casa, mi cuñada María. Así los lavaba cada vez que limpiaba los aparatos, por separado y así no me molestaban por el roce. Los tirantes y los cinturones irritaban la piel y había que protegerla siempre de las rozaduras molestas, que en ocasiones llegaron a ser casi sangrantes.
Aprendí a reciclarme los aparatos hasta tal punto que, me hice especialista en ellos, como si de su autor se tratara. Renové el material del cual estaban confeccionados los cojinetes, los cosía y descosía. Hasta que, pasados los años, en vista que la hernia no salía de su escondite, pensé que sería bueno que no me colocase más los aparatos hasta que reapareciese de nuevo.
Han pasado más de quince años y los aparatos Hernicur, duermen el sueño del olvido. Sigo desmontando y montando asientos de mecedoras y sillas y no me siento en peligro de estrangulamiento de hernia. Se ha quedado fija, escondida y no me molesta, ni la hernia ni los aparatos.
En los asientos de tablero se da la paradoja de que son, como quedó expresado al principio de esta narración, incómodos por su dureza. Si estos se tapizan, al perder su dureza se aproximan a la comodidad. No obstante no alcanzan la ventaja de la transparencia y, por lo tanto, la frescura. Esa sensación de “aleteo de la circulación del aire por las nalgas” que sentimos quienes los utilizamos.
De ahí que, desde las experiencias que he adquirido como artesano de las rejillas, llegó un momento que me planteé transformar las sillas de tablero en sillas de rejilla. Fue muy fácil, porque sólo bastaba con retirar el tablero, rellenar con masilla el espacio que este ocupa en el marco del asiento y, a partir de ahí, hacer los agujeros alrededor del marco.
Esta experiencia la viví a partir de que tenía una de las ocho sillas que en 1962 adquirí para la sala de espera de la nueva peluquería. Sillas que me costaron ochenta pesetas cada una y resultaron mus fuertes y duraderas. De aquellas sillas sólo queda una, que nos había servido de taburete para alcanzar una altura mediana, sustituyendo a la escalera plegable. Tanto la habíamos utilizado con ese fin, que el tablero de chapa se había deteriorado tanto que daba nauseas sentarse en él. Mientras la madera de toda la silla se podía raspar y lijar, la chapa del tablero no admite la raspadura ni el lijado. En lugar de desestimar la silla, la restauré eliminando el tablero, a base de romperlo y habilitando el marco con los agujeros, para que albergase las fibras de la rejilla.
actualizadas con rejilla
De entrada me quedé un poco descontento, porque los espacios entre agujeros habían quedado un poco separados. La rejilla, por lo tanto, había quedado poco resistente al peso de una persona. No obstante, la silla, la utilizamos en plan doméstico, porque teníamos sólo seis en el comedor y teníamos que tomar algunas prestadas de mis cuñados del piso de debajo de casa, para cubrir las necesidades familiares en reuniones festivas o dominicales. Con esta nueva silla nos servimos durante un tiempo, pero comenzaron a romperse alguna de sus fibras.
Ante la nueva situación, pensé que debería eliminar la rejilla, que en poco tiempo había cedido por haberse roto varias de sus fibras. Después, rellené los agujeros con tacos de médula encolados y agujereé de nuevo todo el marco. Esta vez sí que salió la rejilla fuerte, tersa y firme. La había medido mejor. Ahora lleva muchos años dándonos el servicio doméstico requerido y estoy orgulloso de haberla restaurado, aunque haya tenido que hacerlo dos veces, para acertarla.
Pasado el tiempo, descubrí que existía una rejilla más gruesa y ancha. En lugar de dos milímetros de ancha, la encontré de tres. Así que, cuando se me presenta un marco con los agujeros algo más separados de lo normal, le aplico esta rejilla más fuerte. Y lo que pierdo en el precio de la fibra porque me cuesta más cara, lo gano en el tiempo que me ahorro al tejerla, porque hay menos rejilla que tejer.
En cierta ocasión, junto a un contenedor de residuos sólidos, vi una silla vieja, también de tablero, de forma cuadrada. Me hizo pensar que podría restaurarla fácilmente. Su deterioro era más bien superficial. La visité de nuevo con el coche y la llevé al taller. Le quité el tablero, la raspé toda y la maquille. Cuando le hice los agujeros me aseguré de señalarlos a la medida exacta, para acertarlos a la primera. Le puse tacos de plástico en las patitas y ha quedado excelente. También forma parte del mobiliario doméstico para cuando nos reunimos toda la familia. A estas dos sillas, unimos una plegable de madera y otra metálica. Cuatro en total, repartidas habitualmente por las habitaciones.
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