EL TREN
EL DESCARRILAMIENTO
Durante un centenar largo de años que ha circulado el tren de RENFE, por Ribarroja, sólo tenemos constancia, popularmente, del descarrilo de éste en Valencia la Vella. Y no hubo muertes, ni apenas heridos. Sólo el tío Ramón Raga que se hirió en una pierna, pero nada más. El hecho fue considerado por la voz popular como un “Milagro del Cielo”. Así lo cantamos en los Gozos al Santísimo Cristo de los Afligidos, porque el poeta, D. Francisco Silvestre, lo escribió, añadiendo una estrofa a los gozos ya existentes. Además, en el Altar Mayor, de la Iglesia Parroquial de Ntra. Sra. de la Asunción de Ribarroja del Turia, estuvo expuesto durante unos años, un cuadro pintado por un pintor local, representando el descarrilamiento y el Stmo. Cristo inclinado sobre el tren, protegiendo a los pasajeros. Hoy se encuentra, ese cuadro, colgado en la sacristía, porque el pintor lo plasmó en el lienzo.
Los cristianos creyentes y practicantes, así lo creemos. Fue un milagro que no se matase nadie. Aquello era casi imposible que hubiese ocurrido sin víctimas.
Ese día, (yo había cumplido ya los ocho años y medio), íbamos a la escuela cuando nos enteramos del descarrilamiento. Al salir, un amiguito y yo, nos dirigimos hacia donde decían que había ocurrido lo del tren. Nos fuimos andando. No recuerdo el rato que tardamos en llegar, pero sí que recuerdo en qué estado se encontraba el tren.
Cuesta abajo y acercándose al barranco de “Pixador”, se había salido de la vía y estaba inclinado sobre el margen izquierdo, que quedaba un metro más alto que el nivel de la vía del tren. De haberse descarrilado un poco más adelante, se hubiese precipitado por el barranco y entonces, sí que hubiese quedado destrozado, el convoy y muchos de los pasajeros. Al llegar a mi casa, mi padre salía a buscar vaquetas a la montaña, con el paraguas en la mano. Cuando nos vimos, se me quedó mirando y me dijo:
-¿Ahora son horas de venir de la escuela? Vete a casa que cuando vuelva ya te apañaré.
Me dijo sin darme ocasión de contestarle. De todas las maneras, de haberme dado la oportunidad de hacerlo, no hubiese sabido qué contestar. Eran más de las seis de la tarde y no había acudido a comer a casa, ni había ido al colegio por la tarde. No recuerdo que me dijese nada al regresar, pero me merecía una buena reprimenda.
Aquel acontecimiento quedó en la memoria de los vecinos de Ribarroja, por ser considerado como “milagro que el Cristo hizo a los viajeros”. Pero, yo me pregunto: ¿Cuántas personas recuerdan otros hechos que, dramáticamente, ocurrieron en la propia localidad de Ribarroja del Turia a causa del tren? Seguro que pocas. Porque el relevo generacional que se va produciendo en los pueblos, hace que lo importante se transmita de boca a boca como tal, si nos afecta de manera directa o dramáticamente. En este caso, sólo los familiares y sus descendientes, algunos amigos íntimos y pocos más, recordarán los hechos a los que me quiero referir.
Teniendo en cuenta esa premisa, he llegado a pensar que el Cronista de Ribarroja, en su momento, tomaría nota del suceso y quedará registrado para la posteridad en la Historia Local. Pero yo me vuelvo a preguntar: ¿Se han hecho públicos estos hechos dramáticos a los que me voy a referir? ¿Se harán públicos alguna vez en algunos medios de comunicación? ¿Es aconsejable que se aireen, o mejor silenciarlos para siempre? Por mi parte, me gustaría dejar constancia, por escrito de varios hechos memorables, por su repercusión social y en memoria de las víctimas del tren. Creo que se merecen este homenaje. Después, en una segunda parte de este cuento, basado en hechos reales, haré referencia a los beneficios que nos ha dejado el tren de RENFE. Incluso podremos incluir anécdotas diversas.
Cuando el tren se ha despedido de nuestro pueblo y, no hay razón alguna para temer que nos vuelva a destrozar la vida de alguno de nuestros vecinos, por lo menos como lo hizo hace mucho tiempo, (espero que el metro nos respete más que el tren de RENFE), sería bueno recordar que no pasó sin pena ni gloria. Dejó huella y mucha, para algunas familias. Aplaudo el hecho de que las autoridades locales, hayan acordado que el Metro pase por Ribarroja enterrado bajo tierra.
Por cierto, que hoy me he desplazado en autobús a Manises y he viajado desde la estación de Roses hasta la Nueve de Octubre, para visitar el Parque de Cabecera de Mislata, donde están construyendo el nuevo Zoológico y la Feria Permanente de Valencia. Hace tres días que ha comenzado a funcionar, hasta el Aeropuerto, y me ha gustado la experiencia. Puedo asegurar que el Metro bajo tierra es más seguro que el tren en superficie.
2-Celia Doménech Ronda, “La basilia”, era una muchacha de diez añitos que, durante la guerra civil, iba a la escuela que estaba junto a la Estación de RENFE, donde más tarde se instaló Ciclos Taberner. Tenía obsesión por subir al tren mientras éste se estaba parando, resbaló y el tren la mató en el acto de un trompazo.
Ese mismo día, sus padres habían llegado desde Valencia de enterrar a un familiar, en el mismo tren. Cuando llegaron a casa, se enteraron que el tren había atropellado a una niña al salir de la escuela. Era su hija.
3-Pepe “El Curret”. A primeros de siglo pasado, mi abuela Rosa Yngresa que vivía en Villamarchante, enviudó estando embarazada de mi padre. Mi abuelo, Francisco Tadeo Senent, “El Tól”, había publicado por todo el pueblo, después de hacer sonar la trompetita:
-“¡De orden del Sr. Alcalde, que debido a que hay tormenta, se recomienda a toda la población, que no toquen los hilos de la luz, para evitar alguna descarga eléctrica!”
Cuando llegó a su casa, preguntó a mi abuela:
-¿Cómo está la cena, Roseta?
Mi abuela le respondió:
-La acabo de hacer. Ya puedes preparar la mesa para cenar.
-¿Dónde cenamos?- Preguntó mi abuelo.
- Si quieres, como ha terminado de llover, podemos cenar en la calle. Y si no, en el corral. A mi me da igual.
-Mejor en el corral. En la calle hay charcos.- Dijo mi abuelo.
La verdad es que vivían en una humilde casita frente al barranco, cerca de donde actualmente está el Centro de Salud.
Acto seguido cogió la bombilla de la luz que estaba colgada sobre el fogón del hogar y con la otra mano tomó el taburete. Salió al corral, se subió en él e intentó colgarla del gancho bajo la parra. Las hojas de la parra soltaron algunas gotas de agua, mojaron el hilo de la luz y mi abuelo cayo electrocutado al suelo, muriendo de repente.
Las personas mayores sabemos que, en los hogares pobres de entonces, sólo tenían entrada de luz eléctrica, sin contador, sin fusible ni interruptor siquiera. Una toma, a cuota única, por familia. El cable de entrada, iba directo a la única bombilla que se desplazaba donde más falta hacía en cada actividad del hogar. Que había que arreglar a los animales de la cuadra: allí iba la bombilla, colgándola en un gancho, como antiguamente se hacía con el candil de aceite. Si había que acostarse, la bombilla se iba a la habitación acompañando a quien se iba a dormir. ¿Apagar la luz? Se desarroscaba la bombilla con la mano, protegiéndose del calor con un trapo. Por la mañana, si hacía falta la luz porque aún era de noche, se arroscaba y así se encendía enseguida. Por otra parte, el cable de la luz iba protegido con hilo de algodón, envuelto sobre sí mismo en forma de forro, en espiral. No existía el plástico aislante.
Nació mi padre, el cuarto hijo de la viuda Rosa. Estos eran: Filomena, Natividad, Paco y Amadeo. Como las viudas se encontraban sin ingresos y los hombres no estaban preparados para llevar un hogar adelante, el tío Lerma “Camoño”, viudo también y con cuatro hijos, hizo migas con mi abuela y formaron una nueva familia.
Vivieron en Ribarroja en la calle Bodeguetes, cerca de la vía del tren. Del nuevo matrimonio, nacieron tres hijos: Josefina, Roseta y Pepe. Los once se criaron con la disciplina correspondiente de aquellos tiempos. “Palo y tente tieso”.
El tío “Camoño” era zapatero remendón. Su trabajo le costaría llevar adelante a los once, que es de suponer que le complicarían la vida, sabiendo cómo se portan las madres en estas latitudes. No siempre se adhieren a la autoridad del padre y menos cuando los cuatro Tadeo´s no eran de su propia sangre paterna. Además, es de suponer que, los más pequeños, los Lerma´s, tendrían ciertos privilegios que los demás no podían ni soñar. Cuando la autoridad del padre se tiene que imponer por la fuerza bruta, la madre suele tener miedo a que salga lastimado alguno de sus hijos.
Lo cierto es que, el pequeño José, jugando con la pelota, que de buen seguro sería de trapo, ésta le cayó en las vías del tren, no sabemos si cuando estaba parando o cuando estaba saliendo de la estación. El chaval, seguro que confiaría en poderla atrapar, porque metió la mano para cogerla y la rueda le cortó los cuatro dedos de una mano dejándole sólo el pulgar. ¿Qué mano, la derecha o la izquierda? No lo he podido saber. Su hija tenía un añito recién cumplido y la familia no ha dicho esta boca es mía. En la fotografía no aparecen sus manos.
La familia Tadeo Yngresa – Lerma Yngresa, se vio castigada por el tren que le había mutilado al niño más pequeño. De lo que fue el “Curret”, Pepe Lerma “El Camoño”, si que se acuerdan algunos ribarrojenses. Se hizo muy famoso durante la guerra. Pero lo cierto fue que nunca pudo ganarse la vida, como los niños de su edad lo hicieron. Hay una frase popular que dice: “La ciencia calificada es que el hombre en gracia cave, y al final de la jornada, sólo el que se salva sabe y el que no, no sabe nada”.
Pepe Lerma sabía mucho. Fue a la escuela más tiempo que los niños de su edad, porque no podía realizar trabajos manuales. Sabía mucho, pero ¿llegó a sacarle provecho a su saber? ¿Cómo fue su vida?
No le toca al cuentista terminar este relato. Considera recomendable que, el recuerdo de su mutilación por los efectos de RENFE, reclamen otro silencio, por ahora, compensatorio a los hechos que le llevaron a la tumba siendo todavía muy jóvenes.
4-Ramón Chisvert “Tocayo”, tenía mi misma edad. Nueve o diez años. Como muchos niños de Ribarroja, teníamos recelo de subir al tren, pero no nos era posible si no íbamos acompañados de algún familiar. Además no teníamos dinero para sacar el billete. Y si lo hubiésemos tenido, tampoco habríamos subido, porque era cosa de personas que lo necesitaban. A nosotros no nos hacía falta. Además, a los niños no nos los hubiese vendido el jefe de la estación, por el hecho de ser niños. Pero teníamos recelo de subir, aunque fuese durante los últimos metros antes de pararse en la estación y, si podía ser, que no nos viese el guarda agujas. A la hora de salir el tren de la misma, también lo hacíamos. Para ello nos trasladábamos a la otra parte del andén, y desde allí, nos enganchábamos en el estribo hasta que el tren cogía velocidad y nos soltábamos del mismo, mediante un salto, acompañado de una carrerilla.
Un día, mi padre que venía de trabajar, se enteró de que el tren había atropellado a un niño. De unos diez años, morenito y muy buen chico. Escuchó el relato que hacía la gente en una esquina, cerca de la estación. Se acercó y vio que el andén estaba repleto de gente curiosa que quería ver de cerca al pobre chico.
A mi padre le dio un vuelco el corazón. Sabía que su hijo Paquito tenía ciertas aficiones, entre ellas, subirse al tren en marcha y bajarse del tren en marcha. Ya me había advertido varias veces que si se enteraba que lo volvía a hacer, me rompería la cara a guantazos. Me había dicho que el tren no era cosa de jugar, sino de viajar. Se había puesto tan serio como las otras veces que le desobedecí.
En ese momento en que se enteró de que un niño había sido atropellado por el tren y que ese niño tenía diez años y era morenito, se le cayó el mundo encima. Se lanzó a toda prisa hacia el tumulto, apartó a la gente que estaba haciendo corro, se lanzó casi de cabeza sobre la víctima, y se volvió de espaldas, diciendo:
-¡Pobre chico! Menuda desgracia para su familia.
En efecto, fue una gran desgracia para la familia del chaval.
Todos los niños del pueblo, acompañados de nuestros maestros, acudimos al entierro que se celebró al día siguiente. Pero, el hecho de recordarlo, no es tan doloroso como aquellos días, en que le perdimos. Sus padres y familiares perdieron a su hijo, pero nosotros perdimos un amiguito con el que habíamos compartido muchas aventuras, juegos y trabajo.
Le recuerdo en la Masía de Montes, donde estuvimos recogiendo aceitunas. Éramos un grupo de quince o veinte chavales, que a pié, nos trasladábamos los lunes y, durante toda la semana recogíamos aceitunas en la finca, hasta el sábado que regresábamos a casa, también a pié. Nos pagaban a quince céntimos el kilo. El encargado de la finca era el Tío José Roselló, el “Sucre”, que nos indicaba el campo donde debíamos recogerlas. Por la tarde, pasaba el carro de la masía y cargábamos los sacos para depositarlos en la almazara, después de pesarlas en la báscula. El “Tío Sucre”, que era un hombre honrado y muy bueno, lo anotaba en una libreta y, al final de la semana, el dueño nos abonaba el importe de lo ganado, a cada cual.
Mi padre, entonces trabajaba en Valencia colocando los adoquines en el Camino de Tránsitos, cuando quitaron las planchas de hierro. Se desplazaba en bicicleta, desde Ribarroja, y de regreso, en lugar de dirigirse a casa por Mislata, Quart y Manises, tomaba la Avenida del Cid y, por la Carretera de Madrid, llegaba a lo que hoy es todo el Polígono industrial del Oliveral. Más adelante aún, estaba las Ventas de Poyo, el almacén y las oficinas de la REVA, con las Ventas de Poyo. A continuación estaba la Balsa de Poyo y la Masía del Baló a la que accedía por el puente de la muerte, (que aún existe como pieza de museo) para entrar a la Masía de Montes y nos acompañaba un rato recogiendo aceitunas con mi hermano y conmigo. De esta manera, si nosotros recogíamos durante el día un saco y medio, con él, recogíamos otro saco y medio en un rato. Lógicamente, a su lado nos concentrábamos más y no nos distraíamos.
Al hacerse de noche, cuando ya no veíamos las aceitunas, mi padre se iba a casa, cenaba, descansaba y a la mañana siguiente, salía para Valencia para iniciar la jornada a las ocho y ganarse el jornal colocando adoquines.
Nosotros, los chicos, una vez pesadas las aceitunas, cenábamos cada uno de su saquito, y nos poníamos a jugar, por el interior de la masía. Los hombres que venían todos los días en bicicleta, nos traían los saquitos de comida para todo el día, que nuestras madres nos preparaban llevándoselos la noche anterior, porque madrugaban mucho. Cuando nos cansábamos de jugar, nos acostábamos en la paja de la cuadra, junto a las caballerías. Así, con su calor, dormíamos mejor.
Ramón era uno de los chicos más divertidos de la cuadrilla. Con él nos lo pasábamos muy bien. Tal era su manera de ser que, cualquier juego que él proponía, era aceptado por la cuadrilla. Si algún juego no resultaba ameno, antes que se nos hiciese aburrido, él le ponía su guinda y transformaba el ambiente en positivo. La inmensa mayoría de las veces, Ramón era el centro de atención, por su genialidad y su simpatía. Todos lo teníamos en cuenta y le queríamos. No era mayor que los demás, pero tenía algo que enganchaba.
El tren nos lo arrebató. Que en Paz Descanse.
5-Pascual Calatayud Lafuente era el carpintero de la fábrica de Cementos Peyland. Era un hombre muy bueno, que salía de trabajar. Tenía dos hijas y un hijo. Lolín y Josefina, trabajaron en Cerámicas Hispania, hasta que se casaron. Fuimos, por lo tanto, compañeros de trabajo. Su hijo se llama Manolo. El padre, Sr. Pascual estaba sordo y no oyó el tren que salía de la estación, en dirección a Villamarchante propinándole una sacudida y derribándole al suelo. Murió en el acto. No sabemos si el maquinista le vería desde su atalaya de la locomotora, o en ese momento miraría hacia otro sitio. Lo cierto es que el carpintero murió por recibir un golpe del tren, por la espalda.
Éste accidente mortal, como el de Ramón, fueron llorados por los suyos y por sus más allegados. En familia se recuerda la gran desgracia que el tren les ocasionó, pero fuera de ese círculo, difícilmente se recuerda.
En mi caso particular defiendo que, por lo menos, alguien intente hacerse eco de estos dramas. Que no se olviden. Que el tren nos aportó mucho bien, pero también nos trajo la muerte, en pequeñas dosis.
El carpintero sordo, era padre de unas compañeras de trabajo. Además era cliente mío y, cuando me enteré de la desgracia, me desplacé al cementerio y, el forense acababa de realizarle la autopsia. Pude verle en el banco frío de mármol blanco. En ese momento me pregunté: ¿cómo es posible que RENFE permita que los transeúntes accedan a la zona del paso del tren sin un mínimo de seguridad?
Al final del andén, la vía general quedaba a la izquierda. Por ella circulaba el tren hacia Villamarchante. El Sr. Pascual caminaba, cara a Villamarchante, por una estrecha zona que quedaba entre esa vía y otra vía muerta que finalizaba a su derecha, en la que se estacionaban los vagones de mercancías, para ser cargados o descargados junto al muelle. Al finalizar el muelle, la senda por la que él caminaba, se cortaba por el paso a nivel, sin guardabarrera, que utilizábamos para cruzar las tres vías. La vía muerta, la general y la doble que utilizaba RENFE para otro muelle de carga y descarga en la fábrica de cementos Peyland. Esta tercera vía conectaba con la general antes de entrar en la estación y después de salir de la misma, por medio de la que llamábamos aguja, que abría el paso y lo cerraba. Como era un buen hombre y lo apreciamos todos cuantos le conocimos, he pretendido hacerle un homenaje póstumo. Que en paz descanse.
Pero otra pregunta surgiría hoy. ¿Las autoridades locales actuales, permitirían que las personas circulásemos junto a la vía del tren sin poner alguna barrera u obstáculo que lo impidiese? Seguro que no. De ahí que se pretenda enterrar el metro con un altísimo presupuesto. Vale la pena.
6-El “Tío Cornelio”. El “Tío Cornelio” era un comerciante de Ribarroja, muy popular. Se dedicaba al comercio de cebollas y, supongo que también a otros productos del campo. Era muy buen comerciante y un gran hombre. Había comerciado mucho y dado muchos jornales a la gente de Ribarroja. Tanto con las cosechas locales, como en las de otros pueblos de la comarca. Todo el mundo lo apreciaba por lo bien que llevaba la empresa. Pagaba bien a los agricultores que le vendían el fruto de la tierra, y cumplía muy bien con los hombres y mujeres que trabajaban para él en la confección de los envases de madera (cajas) y con las cuadrillas de encajadoras. Durante los años que estuvo en activo su fama se propagó, haciéndose querer, como uno de los mejores comerciantes de la zona.
Cuando envejeció, su vida se le complicó de manera que su estancia en este mundo suponía para él un problema gordo. Tan gordo, que decidió quitarse la vida.
El tren de RENFE no tuvo la culpa, pero fue la causa de su muerte. El hombre había elegido ese medio y se fue caminando hacia la “Farola”, situada exactamente donde hoy está el supermercado de Mercadona. Detrás de donde actualmente está la Policía Municipal, había un paso a nivel, sin guardabarrera. Se pasó el rato de espera, se colocó la cabeza sobre la vía del tren y, cuando este pasó se la cortó, lanzándola lejos rodando como un balón.
Este hecho sonó a locura. ¿Se había vuelto loco y perdió las ganas de vivir? Supongo que no sabía lo que hacía. Dios le tenga en la Gloria.
7-Francisco Adalid. En el paso a nivel peatonal ya desaparecido en la zona de Ciudad Jardín, el Sr. Francisco Adalid Picadizo, era un hombre sencillo, humilde y famoso por su apodo. En Ribarroja le llamábamos “El Platanito”. Había trabajado, hasta su jubilación, en la fábrica de Cementos Peyland.
Era muy sencillo y simpático, pero se calentaba mucho la cabeza en cosas que él no comprendía. Su vida, antes de venir a vivir a nuestro pueblo, se había desarrollado dentro de una familia muy humilde y no había tenido la suerte de estudiar, como la mayoría de personas de su edad. Pero era persona de mucha sensibilidad y le afectaban ciertas cosas que ocurrían en su entorno social y familiar. Durante algún tiempo estuvo ingresado en el Hospital Psiquiátrico de Bétera, pero llegó un tiempo en que los enfermos se escapaban por las roturas de las alambradas y algunos fueron atropellados por vehículos en la carretera. Otros enfermos, como el caso “del platanito”, fueron devueltos a sus domicilios.
La familia se ocupó de que su mente, un poco trastornada, no le afectase mucho en su comportamiento cotidiano, durante sus últimos días. Le atendían con mucho tacto, le llevaban al médico y lo cuidaron mucho, pero él no se sentía seguro de sí mismo y llegó a intentar varias veces, quitarse la vida arrojándose a las vías del tren. No sabemos si le faltaba valor para realizar su proyecto o porque se sentía observado y temeroso de que alguien lo viese y le quitase la idea de la cabeza. Su fin se iba aplazando, una y otra vez, hasta que decidido y angustiado, un día cumplió su propósito. Otro que utilizó el tren para morir.
Lo cierto fue que al fin se decidió. Su recuerdo, como en otros casos, no figura en el ambiente, pero sus familiares y amigos o vecinos, le recordamos con mucho cariño.
8-La burra del “tío Chocana”. Uno de los músicos más populares de nuestra banda Unión Musical de Ribarroja, el Tío Vicente Jiménez, “Chocana”, que tocaba el bombardino, tenía una burra que como muchas bestias de entonces, estaba muy bien amaestrada por su dueño.
La vida actual nos parece muy cambiante. Sin embargo, apenas hace cincuenta años tenía una estabilidad casi permanente. Era como decían los mayores “no deixes senda vella per la novella”. (“No dejes senda vieja por la nueva”). Había unas costumbres, casi ancestrales, que se conservaban de por vida, principalmente en las labores del campo. Sin embargo, en contraposición, en algunos aspectos la vida moderna avanzaba a pasos agigantados. A las “personas con solera”, se les antojaba un torbellino, porque se producían cambios que creaban inestabilidad, de entrada, y después generaban una dinámica de progreso que entusiasmaba a las minorías más inquietas.
Un día, el tío Chocana, estaba trabajando sus tierras en el pozo del Más d´Escoto y al terminar la jornada, enganchó el caro a la burra y salieron hacia su casa. Por lo visto, había utilizado un capazo que le había prestado un vecino que tenía una casita de campo cerca de allí. El suyo se lo había dejado en casa y al llegar al campo pensó que si aquel vecino se lo prestaba, podría repartir el estiércol que tenía en un montón. Había que esparcirlo y no era cuestión de dejarlo para otro día. Cuando llegó a la casita, se paró para devolver el capazo y la burra siguió su camino en dirección a casa. Se sabía el camino de memoria y no necesitaba a su dueño para recorrerlo. Los hábitos generan rutina y la rutina crea dependencia. Los antiguos decían que “las costumbres forman leyes”. En las bestias también.
Cuando el tío Chocana oyó silbar el tren de mercancías, pensó en su carro y su burra. Vio que la burra ya estaba llegando al paso a nivel sin barrera y el tren se le acercaba en esos momentos.
Se fue corriendo, pero ya era demasiado tarde. El tren ya había atropellado al carro y lo había destrozado completamente. Por lo visto, las cadenas de los tirantes y de las arretrancas, eran bastante endebles y falló su resistencia. El tren se paró para intentar remediar lo que ya no tenía remedio.
En ese momento, se acercaba por la carretera su hijo, que venía de Ribarroja en bicicleta, gritando a su padre:
-¡No se preocupe padre, que la burra está aquí y se la traigo enseguida!
El chico pensaba que la burra se le había escapado a su padre. Pero, al llegar, descubrió que la burra había sido despojada de los aparejos y del carro, quedándose en medio de la carreterita, con el collerón, y sin rasguño alguno. Es más. La perrita que iba atada en la telera trasera del carro, con una cuerda de embalar las cajas de cebollas, quedó en medio de las vías del tren, con un sólo cortecito en el labio superior. El hijo se acercó a la acequia, tomó un poco de agua y lavó la boca de la perrita y “¡Aquí no ha pasado nada!”
El maquinista quería disculparse y colaborar haciendo un parte del accidente producido.
- Usted no ha tenido la culpa- le dijo el tío Chocana- he sido yo el que me he descuidado y no iba con el carro. Por eso ha ocurrido el accidente.
Y así quedó la cosa.
9-Otro descarrilamiento, lo tuvimos a la entrada de la estación, junto a la Calle Mayor. No ocurrió desgracia alguna porque el tren llegaba despacio. La aguja que abría o cerraba la vía del muelle izquierdo de las fábricas de yeso del tío Uiso y de Cementos Peyland, se saltó después de dejar pasar la locomotora, pero no dejó pasar el resto de los vagones, que tuvieron que seguir por la vía central. El tren se inclinó sobre la casa de las cadenas, (llamada así porque antiguamente se enganchaban las cadenas del paso a nivel en su fachada) y no ocurrió nada que lamentar. Un susto y nada más. Acudió la grúa de RENFE y devolvió el tren a su carril.
I0-Justo Badía. Justo Badía tenemos la suerte de que vive con nosotros, pero estuvo apunto de perder la vida atropellado por el tren. Su buena suerte la encontró en el paso a nivel sin barrera que había frente a la gasolinera El Pilar. Ese paso a nivel tenía poco tránsito. Era el camino del rebollar, que pasaba por delante de los hornos de “Uiso”, que años después los convirtieron el la fábrica de viguetas CAN.
Un día, nuestro buen amigo Justo, su hermano y dos personas más, se dirigían a la fábrica de viguetas y estando cruzando el paso a nivel, se le caló el coche en medio de la vía y no conseguía arrancarlo. El tren se acercaba y tuvieron que abandonar el Gordini. Pasó el tren y lo sacó de la vía dejándoles el morro del coche destrozado.
Se fueron a la estación, tomaron el tren y se marcharon a trabajar a Manises. No llegaron a asustarse, porque se apartaron a tiempo. Sin embargo, el susto lo recibieron cuando el planchista, “El Pelat”, que se había instalado el taller en la verja, junto al trinquete, les pasó la factura de la reparación y puesta apunto del coche.
Como en aquel tiempo no se hacía presupuesto, se confiaron en que se lo repararía por un precio más económico que si se compraban un coche nuevo y “les salió el tiro por la culata”. No obstante, Justo dice que conserva la foto del coche, antes de la reparación.
11-El tractor del Cabasot y del Talecó. Cuando la cantera del barranco de los Moros, que se encuentra junto al barranco de los Moros, a la derecha del Instituto, suministraba la piedra con la cual se fabricaba el cemento en Peyland, Pascual el “Cabasot” y Paco“El Talecó”, eran los que la transportaban a la fábrica con el carro.
Los carros llevaban una sorra, casi hasta el suelo, en forma de dos cortinas de cadenas enrejadas y paralelas, colgadas de la caja del carro. Se unían por medio de unos tubos en el final de cada una que, al unirlos con una cadena enrollada al extremo trasero, las cerraban para sostener la carga de piedras. Los carros iban llenos, desde un palmo del suelo, hasta el tope del barandal. Al llegar a fábrica, se soltaban los dos tubos de hierro, se abrían las cortinas de cadenas y la piedra caía al suelo. El carro salía fácilmente para volver a la cantera y cargar de nuevo tanta piedra como podía.
Un día, la empresa adquirió una montaña de piedra, apropiada para fabricar cemento, antes de llegar al “Maset del Veinat” a la otra parte del la vía del tren. Allí abrió una cantera abandonando la del barranco de los Moros. El transporte en carro quedaba anticuado y lento. La nueva cantera quedaba muy lejos, pero como en el mercado aparecieron los tractores a motor, Pascual y Paco adquirieron uno que, con un remolque, podían transportar la piedra a fábrica y dar un servicio, económico y rápido. Así conservaban el trabajo. Para entrar en la cantera, hubo que abrir un paso a nivel, cerrando otro que había después del Maset del Veinat para ir a Poza. Ni el nuevo ni el viejo tuvieron nunca guarda barrera.
Pascual y Paco eran hombres muy avanzados de ideas pero no tenían permiso de conducir vehículos a motor.
Estaban enamorados de los animales de carga. Sus caballos siempre habían sido los mejores y más bien adiestrados del pueblo. Podían presumir de tenerles tan amaestrados que si alguno de sus hijos se ponía a los pies del caballo cuando éstos gateaban, no tenían miedo. Sabían que sus caballos no les harían ningún daño. Tanto amaban a las caballerías que, cuando se compraron el tractor, se buscaron un tractorista que lo condujese, manteniendo así el trabajo del transporte de piedra para la fábrica de cemento, sin tener que abandonar sus caballerías que las dedicaban a otros menesteres del campo.
Ese tractorista, era un tal Salvador Calabuig. Muy buen chofer, por cierto. Como el tractor tenía que cruzar el paso a nivel, sin guardabarrera porque esa carretera casi no tenía tránsito, sólo tenía que mirar a ambos lados, antes de cruzar la vía. De no hacerlo, ya sabía lo que le podía pasar. El tren le arrollaría sin contemplaciones.
La voz popular nos dice: “Tanto va el cántaro a la fuente, que alguna vez se rompe de un golpe”. El hecho fue que, Salvador Calabuig miró, como todas las veces anteriores, pero cerca del paso a nivel, la vía del tren tenía una curva muy cerrada y un día se le echó encima. Se asustó y quiso frenar, pero ya estaba cruzando. No era cuestión de retroceder. Le hubiese sido imposible, con la carga de piedra que llevaba en el remolque. No le daba tiempo y tuvo que reaccionar con rapidez. Aceleró el tractor a todo gas y sin otro requisito se encomendó a Dios y a la Virgen, esperando que el tren tardase unos segundos para dejarle atravesar el paso a nivel sin atropellarle.
Justo en el momento que el tractor salía de la vía, la locomotora se llevó por delante el remolque cargado de piedra, desenganchándolo del tractor. El remolque fue arrastrado más de cincuenta metros delante de la locomotora sin que a esta le obligase a salirse de sus raíles. Ni a ella, ni el convoy que llevaba detrás. Tractor y tractorista salieron del apuro sin rozadura ninguna. Aún así, Salvador cayó con el tractor debajo de un algarrobo hiriéndose en una pierna.
Claro que, a Pascual y a Paco les costaría una buena pasta aquel accidente.
12-El camión de Peyró. La fábrica de Peyró adquirió un camión para transportar la piedra a fábrica por su cuenta. Como era una empresa que facturaba toda su producción por tren, consiguió que RENFE le pusiese un guarda barreras con cadenas al paso a nivel. Posiblemente tendría que pagarlo ella.
El guarda barreras, estaba atento como debía de ser, al horario del paso del tren. No faltaría más. Se ocupaba de pasar las cadenas unos minutos antes y, cuando pasaba el tren las desenganchaba, pasase o no el camión u otro vehículo agrícola que necesitase ir al monte a trabajar las tierras o recoger sus cosechas.
Si no tenía que pasar el tren, el camión atravesaba el paso a nivel, saludaba con un gesto al guarda barreras y seguía su camino hacia fábrica o hacia la cantera. Si estaban pasadas las cadenas, mientras llegaba el tren, cambiaban impresiones amistosas, aunque fuese durante un par de minutos, hasta que éste llegaba y el guarda barreras desenganchaba las cadenas y el camión pasaba, hasta dentro de un rato que volvía a pasar.
Un día, el guarda barreras que estaba apoyado sobre la ventanilla de la caseta de madera en la que se refugiaba habitualmente, saludó al chofer del camión con la mano, como de costumbre, porque era el último viaje del día. En el preciso momento que el camión pisaba con las ruedas delanteras la vía del tren, el chofer se vio el tren que estaba doblando la curva y se precipitaba sobre él. Aceleró a tope y salvó el camión de milagro. El guarda barreras se había olvidado de mirar la hora de la llegada del tren y no había enganchado las cadenas. El camionero, sentado al sillón de mi peluquería, me decía:
-¡Nunca en mi vida, he visto un tren tan grande!
13-La fiesta de San Miquel de Liria. Todos los años, durante la semana de las fiestas de San Miguel de Liria, muchísima gente de los pueblos nos trasladábamos en tren a visitar el Santuario de San Miguel, recorrer la feria y comprar una medallita, un garrote o un pito.
Cuenta la tradición que unos nietos le pedían a su abuelo, cuando tenía que ir a visitar la feria de San Miguel:
-Abuelo, ¿Me traerás un pito de Liria?
Y el abuelo le decía a su nieto:
-Bien, te lo traeré, si me acuerdo.
Otro nieto le preguntaba lo mismo y el abuelo le contestaba igual que al otro. Así que los nietos se creían que el encargo que le hacían a su abuelo, se cumpliría. Pero había un nieto que, siendo el más pequeño de todos, le dio al abuelo una monedita y le dijo:
-Abuelo, toma el dinero y cómprame un pito.
El abuelo, con aire socarrón le dice al nieto pequeño:
-Tú si que pitarás.
Durante la semana de la feria de San Miguel, el tren se llenaba hasta los topes. No había bastantes vagones para que subiésemos todos los pasajeros. RENFE, sabiendo lo que ocurría, nos añadía al tren más vagones, pero aún así, se llenaba hasta arriba del techo. Subíamos sobre los vagones llenando el tejado de pasajeros, como en los trenes de la India que nos ponen en los documentales que se proyectan en TV.
La verdad es que sólo había un tren de ida y vuelta por la mañana y otro, también de ida y vuelta, por la tarde. Hay un tramo del trayecto en el término de Benaguacil, que el tren tenía que subir cuesta arriba, y casi no podía con su alma. Junto a la vía del tren, había unas viñas. Con el tren en marcha, bajábamos y nos servíamos de ellas unos racimos, volviendo a subirnos al tren. La locomotora no podía ir deprisa. Había momentos que parecía que se iba a parar. Sin embargo, de regreso, se ponía a toda velocidad cuesta abajo, y parecía que iba a descarrilar.
Por esas fechas, RENFE nos añadía unos vagones de dos pisos, que llenábamos también hasta los topes. Camino de Liria cantábamos y gritábamos con la ilusión de que nos íbamos de fiesta a la feria. Sin embargo, de regreso, todos volvíamos cabizbajos y con los bolsillos vacíos. Algunos menos reflexivos, iban haciendo sonar los silbatos que se habían comprado en la feria.
14- Salvador Pedrós es un vecino y amigo mío de la infancia, que cuando tenía siete añitos, viajó con su madre y las amigas a Liria, a visitar el Santuario de San Miguel. Hicieron un “viaje relámpago”. Es decir, que regresaron a medio día, en lugar de pasar el día entero, que era lo que hacíamos casi todos. El tren de mediodía, también de ida y vuelta, no era de pasajeros, sino de mercancías. Pero llevaba un vagón de pasajeros.
Aquellos vagones, en lugar de llevar la escalerilla para subir los pasajeros en los estribos de principio y fin del vagón como los trenes modernos, en cada departamento de dos filas de asientos enfrentados, sin pasillo interior, había una puerta al exterior que se abría para subir y bajar los pasajeros. El revisor, tenía que recorrer el vagón, por el exterior, mediante un escalón de madera y un pasa manos de barra metálica corridos, de punta apunta del vagón. Habría una puerta, entraba y picaba los billetes de los pasajeros. Salía al exterior, cerraba la puerta y por la otra puerta subía a picar los billetes. Así recorría todo el vagón.
Las puertas estaban desvencijadas, como el resto de los vagones, por el efecto de los carriles de la vía que no estaban bien nivelados. El tren hacía unos vaivenes que parecía que navegaba por la mar embravecida, pero de lado a lado, y a trompazos.
Mi amigo Salvador Pedrós, iba apoyado sobre la ventanilla de la puerta, con el abriguito sobre los hombros. En uno de los vaivenes del tren, en el trayecto entre Venaguacil y Villamarchante, se abrió la puerta del departamento y se cayó al terraplén de la vía. Su madre llegó a tiempo de coger el abriguito y quedarse con él en la mano. Se asomaron inmediatamente por las ventanillas laterales, pero no lo divisaron. Intentaron cerrar la puerta pero era imposible porque el tren había cogido velocidad al acercarse al puente del río. Lloraron porque temían que el niño se hubiese muerto del golpe de la caída.
Llegó el tren a la estación de Villamarchante y corriendo se acercaron a la locomotora y le pidieron llorando, al maquinista, que regresara a recoger al niño que se había caído del tren en marcha. Como el grupo de mujeres había tenido toda la mañana de fiesta en la feria de Liria, se habían pintado los labios, los pómulos y la sombra de ojos, como habitualmente se hacía en la fiesta de la Pascua de Resurrección. Habían cantado y bailado durante la mañana. Pero, las lágrimas les habían corrido las pinturas, que entonces no eran tan buenas como las actuales, y se habían transformado sus caras, pareciendo carnavaleras. El maquinista, el revisor y el jefe de tren, se rieron de ellas y no les hacían ni caso. Las tomaron a broma y querían seguir el recorrido hasta Valencia porque llevaban algún retraso y había que recuperar el tiempo perdido.
Ellas insistieron cogiéndoles del brazo y arrodillándose ante ellos, pidiéndoles por favor que regresasen a buscar al niño Salvador. Hasta que una de ellas, al quitarse las pinturas restregándose la cara con el delantal, y poniéndose seria, habló al maquinista explicándole lo grave que podía ser la desgracia ocurrida. Exigió que fuesen a buscarlo.
Entonces, entendieron que la cosa iba en serio, desengancharon la locomotora, y como no había foso para darle la vuelta como en Liria, tomaron la vía segunda de la estación que estaba libre de vagones de mercancías, y marcha atrás, regresaron hacia Benaguacil silbando a todo meter, por si había manera de encontrar al chaval herido. El jefe de estación les había facilitado una manta para envolverlo, cuando lo encontrasen herido o muerto.
Al llegar cerca del paso a nivel con guarda barrera, vieron el banderín rojo de éste que ondeaba abierto anunciando al tren que se parase. A su lado estaba Salvador Pedrós, que había sido retenido por él al verlo correr detrás del tren, para alcanzarlo.
La “tía Amparito la Tomatica” que había acompañado al maquinista en la locomotora, para buscar a su hijo, lo tomó en brazos y se lo comía a besos. Estaba bien. No le había ocurrido nada. Ella se había asustado, pero él le decía que, al caer del tren, comenzó a correr para alcanzarlo, y el guarda barreras le retuvo diciéndole que ya volverían a por él. Que no se moviese de allí.
Cuando llegaron a su casa le acostaron en la cama y le retuvieron sin poder salir a jugar con los amiguitos, porque su madre decía que estaba enfermo. La verdad era que la enferma era ella. Pero los amiguitos le hicimos compañía toda la tarde jugando en su cuarto con los regalos que le habían hecho las amigas de su madre. Entre ellos, había una guitarra pequeña con las cuerdas de alambre.
Nuestro amigo Pedrós nos contaba que, el maquinista, le dejaba tirar de la cuerda para que sonara el silbato del tren, muchas veces, para anunciar a todos que estaban de fiesta porque no le había ocurrido nada al caer del tren en marcha.
15-Mercancías. Por aquel entonces, por RENFE se transportaban muchas mercancías. A Ribarroja, venía comida para los cerdos de la “porcatera” de Fortea, que nosotros, al notar que por debajo de un vagón caían gotas como si fuesen de miel, dos chicos mayores que nosotros, Paco y Amador, hijos del entonces entrenador del Ribarroja club de Fútbol, trajeron un hacha de su casa, agujerearon el piso del vagón, que tendría por lo menos cinco centímetros de gordo y sacábamos higos secos. Con un poco de suerte, sacábamos medio saco en varios atracos, llenándonos los bolsillos a puñados, porque tardaban en vaciarlo y llevárselo al almacén de la porcatera dos o tres días.
También transportaban carbón, en el tren. Le llamábamos carbonilla porque era como los desperdicios de algún almacén y servía para mezclarlo con la piedra de la cantera, cocida en el horno, para fabricar el cemento. Con una pala, el tío Ismael “el Coroneta”, lo iba cargando en el carro y lo transportaba al almacén de Peyró, junto al horno. Mientras tanto, nosotros, subíamos al vagón y cogíamos trocitos de carbón para cocinar nuestras madres en el hornillo. Era una manera de ahorrar alguna peseta, evitando consumir leña que traíamos del monte para cocinar o calentarnos en casa.
Otra de las mercancías que transportaba el tren, eran las cebollas que se cultivaban en Ribarroja, encajadas en unos envases de madera, para llevarlas al barco, en el puerto de Valencia. El muelle se llenaba de montones de cebollas, durante el periodo que duraba la recogida de la cosecha. Las mujeres las seleccionaban y encajaban, allí mismo, bajo el techo del muelle. Algunos agricultores, esperaban a que los precios subiesen, almacenándolas en cebolleras. Cuando éstas subían de precio, las sacaban, con algunas mermas, y las encajaban meses después. El muelle de la estación pasaba poco tiempo vacío de mercancías.
Incluso el transporte de paquetería, se hacía por tren, si venía de fuera de Valencia. El guarda agujas, el tío Boro y posteriormente el tío Máximo, con la carretilla, hacía el reparto por el pueblo a las tiendas. Aunque también había transporte de paquetería por carretera, del que se encargaba el carro del “ordinario”, diariamente. Después ya se hacía con camión como ahora lo viene haciendo Transportes Toledo o mediante las agencias de transportes.
También pasaban trenes enteros de arena, de las minas de Liria, que servían para fabricar vidrio en Cataluña. Y caolín de Benaguacil para las fábricas de porcelana de Manises y de Talavera de la Reina y otros pueblos que fabricaban porcelanas.
RENFE tenía tubería directa y no le podía faltar agua para llenar las calderas de las locomotoras a vapor. Frente a la estación había un depósito redondo de hierro, construído con planchas curvadas unidas con remaches, siempre lleno hasta los topes para suministrar al tren con la clásica manguera de lona sujeta a una barra de hierro y bocamanga metálica. Cuando en Ribarroja había escasez de agua potable, al maquinista o al fogonero le pedíamos agua, mientras hacía las maniobras de estacionamiento de vagones en el muelle y el hombre abría el chorro del desagüe y nos llenaba los cántaros y los cubos.
Cuando se construyó la Fábrica de Viguetas Pacadar Valenciana, casi toda la fabricación se facturaba en el tren. Con un tractor pequeño y un remolque que conducía José Mª Requena, las transportaban al muelle junto a la fábrica de Peyland, llenando vagones y más vagones para repartirlos por toda España. Con el tiempo, Pacadar se dedicó a fabricar postes de la luz, que también se transportaban por RENFE.
Los almacenes de Fortea y Ramírez, también llenaban muchos vagones de sacos de algarrobas Junto al muelle de Peyland, donde todo el cemento que se fabricaba se transportaba por tren. Como los sacos de cemento eran de yute o de esparto, al entrarlos en carretilla dentro de los vagones, dejaban caer cemento al suelo por el golpecito que provocaba al subir por la rampa. Ese cemento, lo recogíamos los vecinos para utilizarlo en nuestra casa sin tenerlo que comprar, para reparar o mejorar nuestras casas.
16-Sin billete viajábamos muchas veces, porque no ganábamos suficiente. El tren de ida y vuelta, valía cinco pesetas. Nuestros jornales estaban entre seis y diez pesetas diarias. Hay que decir que éramos aprendices y no nos podían pagar más, porque teníamos que aprender el oficio de ceramistas. Así que todos utilizábamos la bicicleta. Pero si algún día llovía o el tiempo se hacía insoportable para ir por carretera, tomábamos el tren, pero sin sacar el billete.
Como el tren se llenaba de pasajeros, por ser horas punta, nosotros, los que no teníamos recursos y los que querían viajar gratis, nos preocupábamos de averiguar en qué vagón se colocaría el revisor para comenzar a picar los billetes a la salida de la estación. Nos subíamos al otro extremo del tren y, cuando llegábamos al apeadero de LA PRESA de Aguas Potables, bajábamos y nos trasladábamos al vagón del extremo opuesto, donde se suponía que el revisor ya no volvería a ese vagón, hasta llegar a Manises.
Otra fórmula que utilizábamos, era la de escondernos arriba del techo del vagón. Si el revisor era persistente en buscarnos, porque tenía la seguridad de que había gente sin billete y él se podía ganar el importe de la multa de veinticinco pesetas si nos cazaba sin él, nos buscaba hasta en el rincón menos sospechoso, pero nunca arriba del techo del vagón.
Otra fórmula que poníamos en práctica, era la de escondernos en el furgón de cola que, generalmente era de mercancías, pero iba vacío. Los hermanos Vicente y Paco Luján, “Els Vells” (“los Viejos”) eran los que más ingenio ponían en burlar al revisor. Lo mismo se escondían en la perrera, (un departamento estrecho y bajito, como un nicho de cementerio, con puerta de barrotes, para meter los perros que algún pasajero tenía que encarcelar allí, si quería llevarle de viaje, pagando su billete) que, generalmente iba vacía siempre y ellos la ocupaban. En el furgón de cola nos gastaban bromas descolgando el farol rojo, grandote de detrás del tren, se introducían dentro del furgón, nos asustaban pidiéndonos el billete como si fuese el revisor. Nos producían un gran susto, porque era invierno y viajábamos de noche.
Otras veces, nos introducíamos debajo de los asientos y las personas, generalmente las mujeres, esponjaban sus grandes faldas protegiéndonos para que el revisor no nos viese, si se asomaba. Algunas veces, encontrábamos la cesta del queso de la “Tía Flara” la del pastor y le quitábamos algún queso de los que llevaba para vender. Otras veces, había cestas con morcillas o algún tipo de alimento que servían para deleitarnos y “pagarles los favores que nos hacían protegiéndonos en el escondite”.
En una ocasión, Paquito Teresí, chaval de los más avispados de Ribarroja, estaba escondido debajo del asiento. Al llegar a Manises, tiró del camal de un pasajero que se acababa de sentar, para que le dijese si ya había pasado el revisor para salir de allí. El señor le contestó que si, que ya había pasado. Paquito, fiándose del hombre, salió y se encontró con que aquel señor era el propio revisor que se había sentado al terminar de revisar los billetes a todos los pasajeros del tren. Como el chaval se puso rojo como un tomate, le hizo gracia y no le hizo pagar la multa, ni el billete siquiera.
El tren, servía también, para tomarle el pelo al propio revisor “cuando teníamos la ocasión de cara”. Por ejemplo, los sábados a mediodía, como habíamos cobrado el salario de la semana, comprábamos el billete de regreso a nuestro hogar, facturando la bicicleta y subiéndola al furgón de mercancías. Con el billete en el bolsillo, nos hacíamos los huidizos y el revisor nos perseguía. Nos escondíamos de forma que su desespero aumentaba porque no nos podía localizar. Cuando llegábamos cerca de Ribarroja, nos hacíamos los despistados y nos “echaba el guante”. Contento porque pensaba que se había ganado la multa de veinticinco pesetas que nos iba a imponer, le sacábamos el billete y se quedaba “con dos palmos de narices”. Al parar el tren en la estación, nos dirigíamos al furgón de mercancías y recogíamos las bicicletas.
17-Santiago Moreno,”El Róig”, trabajaba en la fábrica del Barranquet, de Manises. Viajaba diariamente en el tren. Tenía la costumbre de salir a la puerta de su casa, desde donde veía llegar el tren a la estación. Y, con toda la tranquilidad del mundo, a sabiendas que tenía tiempo suficiente, entraba en casa, cogía la cartera donde llevaba la comida del día y acudía a coger el tren, que en ese momento ya había tomado la salida y estaba en sus últimos vagones. Santiago, tranquilamente, se encaramaba en el estribo del último vagón y el factor de la estación, el tío Mota, se le quedaba mirando diciéndose: “Cualquier día te quedarás a pié, por tranquilo”.
A Santiago le daba igual que el factor pensase lo que quisiera. Él llegaba a tiempo y tomaba el tren sin tener que correr y lo demás eran tonterías.
Lo tenía todo bien calculado. mientras cargaban los cántaros de la leche en el furgón de correos y mercancías, y el tren arrancaba poco a poco recorriendo el tramo del andén, cuando llegaba a la altura de la calle por la cual venía andando Santiago, era el tiempo justo que tenía para llegar a coger el último vagón de pasajeros. No podía fallar. Tenía suficiente tiempo para cogerlo.
Como era todos los días la misma jugarreta, al factor Mota “se le hincharon los gloriosos” y se puso en contacto con varios hombres que se ocuparían de subir los cántaros de la leche en el furgón, todos a la vez y de forma rápida. Se iba a enterar “el “Róig” de los cojones”. ¡Mota ya no aguantaba más! ¡Hasta parece que se está burlando de mí! Pensaba.
Cuando Santiago vio que al llegar a mitad de camino el tren ya estaba saliendo, se figuró algo raro. No podía ser que saliese tan pronto. Acababa de llegar a la estación y no había dado tiempo a cargar los cántaros de la leche. ¿Cómo era posible aquello?
Echó a correr y, al llegar a la esquina de la barbería de Brisa, se desvió hacia la calle mayor, a toda carrera alcanzando el estribo del último vagón del tren en el mismísimo paso a nivel. El factor Mota se quedó con un palmo de narices, por no salirse con la suya.
En tres o cuatro ocasiones intentó hacerle perder el tren, sin lograrlo. Una de ellas, fue que habló con el maquinista, la noche anterior y le pidió, por favor, que en lugar de parar el tren en el centro del anden, que lo parase a la entrada del mismo, junto al muelle. Le prometió una buena propina. En tal caso, cuando Santiago viese asomar por su calle la locomotora, se metería en su casa confiando que el tren se paraba, pero no sería así, porque se había parado antes de llegar a ser visto por Santiago. Naturalmente que, cuando Santiago asomó a la calle para intentar coger el tren con toda tranquilidad, se tuvo que poner las botas, porque éste ya estaba a la altura del barranco de los Moros. Pero Santiago corrió más que el tren y lo alcanzó.
En resumidas cuentas. El tío Mota, primero se jubiló que pudo dejar en tierra, por haber perdido el tren, a Santiago Moreno el “Róig”.
18-Que “el tren nos ayudó a progresar y alcanzar un nivel de vida acelerado y más exigente”, es una gran realidad. A Ribarroja le produjo riqueza, bienestar, y progreso. A los ribarrojenses nos facilitó los desplazamientos a la capital. Tanto para ir al Hospital, como para ir de compras o a otros menesteres. Como por ejemplo, los comerciantes del pueblo que iban semanalmente a la Lonja de Mercaderes de Valencia. Nos ayudó a entender la vida desde otras perspectivas a la nuestra. Por la facilidad con que nos trasladábamos a otras maneras de ver el mundo, descubrimos que podíamos llegar a crecer en inquietudes, a capacitarnos más y a conseguir objetivos insospechados, antes de llegar el tren. Sin el tren, el pueblo estaba encerrado en sí mismo. Las bicicletas no habían llegado todavía al pueblo. Todo el mundo se desplazaba en burro, en carro, a pié o con aro y gancho, para animarse y correr.
19-El niño de cinco años iba con su madre en el tren. Hasta los tres añitos, no pagaban billete los niños y las madres decían a los revisores que aún no tenían la edad, habiéndolos cumplido y así se ahorraban el importe. Un revisor le preguntó al niño de cinco años.
-¡Ola chaval! ¿Cuántos años tienes?
El niño se quedó mirándole y no le contestó. Pero se volvió hacia su madre y le preguntó:
¿Le digo la verdad, madre?
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