CARLOS
Siendo yo pequeño, vivía en el barrio del Lavadero Nuevo. Cerca de mi casa, en las cuevas de la Verónica, vivía un chico llamado Carlos Valero. Era mayor que yo y le faltaban los dos antebrazos. Uno cortado, a dos dedos por debajo del codo, y el otro por el mismo codo. Éramos vecinos y nos tratábamos muy bien, como en los barrios pobres o en los suburbios de las grandes ciudades.
Según me contaron, Carlos, cuando era un niño y recién terminada la guerra civil del 36-39, iba a recoger caracoles por la huerta de la Cascona “(el molinet)”, junto a la carretera de Ribarroja a Bétera. Se encontró una granada de mano. En ese momento, pasaba por allí un chico llamado Antonio Arnau que se dirigía al molinet y le llamó para enseñársela. Cuando Arnau se acercaba, Carlos tiró de la anilla y le explotó en las manos.
Arnau recibió un impacto de metralla en la sien y falleció en el acto. Carlos recibió impactos por todas partes de su cuerpo, desde los genitales hasta la cara y brazos, destrozándole bárbaramente. Un hombre que pasaba con su carro, se lo llevó al tren de la “vía estrecha” (hoy llamado Metro) y en él lo trasladaron al Hospital. Durante mucho tiempo le curaron las heridas y reconstruyéndole todo lo posible, lo devolvieron a su domicilio sin los dos brazos. En el pueblo le llamábamos Carlos el “Curret”, “El Morito”.
Carlos fue creciendo, sin brazos, en medio de una familia muy pobre, sus padres, un hermano y dos hermanas. Su padre era pastor de ovejas y cabras, pero no tenía rebaño propio. Salía con su cayado y su perro todos los días. Se paseaba por las calles que le indicaban los dueños de las ovejas o cabras que le contrataban sus servicios como pastor, y salía del pueblo liderando un rebaño compuesto por animales que pastaban, durante todo el día. Por las tardes, recorría el pueblo a la inversa y cada oveja o cabra sabía el hogar donde abandonar el rebaño e introducirse en su propio domicilio.
Una vez al mes, el dueño o la dueña de cada animal, al tiempo que lo recibía de regreso, le abonaba al pastor los honorarios convenidos por el servicio. Su esposa, con ese dinero, mantenía la familia.
El hijo mayor, Pedro, estaba “loco”. No se cuanto de loco, pero tenía salidas de tono, como por ejemplo: ir gritando por la calle con la mano sobre la boca y, ladeándola decía “¡Si, no, Pedro varilla!”. Si andaba por la huerta, se metía en un campo de coles y después de pasearlo rebuscando entre ellas, el dueño del campo, le preguntaba:
-“¿Qué haces ahí dentro del campo, Pedro?”
Y él le respondía:
-“Estoy buscando la col más grande para que mi madre llene la sartén, al freírla”.
El hombre, como pobre, “hacía la vista gorda”, como los otros agricultores. Su comportamiento era aceptable y la gente le quería. Era alto y hermoso. Muy buen chico y simpático. No se metía con nadie, si nadie se metía con él.
Cuando caminaba por la senda de pezuña, entre el río y el pueblo, desde el “Molí” hasta el “Mas del Móro”, tenía el detalle de apartar las piedras que veía en medio del caminito, con los pies o con las manos. No quería que nadie cayese a los zarzales, por dan un traspiés.
Su padre, para mantenerle ocupado y que no molestase mucho en casa, se lo llevaba de compañía, con el rebaño. Le había comprado un cayado, de la feria de San Miguel de Liria y Pedro disfrutaba haciendo de pastor. O por lo menos, cuando su padre le indicaba que reuniese las ovejas o cabras que se salían o despistaban del grupo, él hacía de ayudante, como el perro. Hasta que un día, tal como lo veía hacer a su padre, lanzó una piedra para asustar a una de las ovejas que se había rezagado, y lo hizo con tan mala suerte, que le dio en la cabeza y la mató en el acto. A partir de ese día, su padre se lo dejaba en casa. No podía arriesgarse a perder otro animal y tenerlo que pagar a su dueño.
El agua para lavar la ropa o para fregar y lavarse, Pedro la sacaba de la acequia que pasaba por delante de las cuevas, como todos los vecinos de la zona. Para cocinar y beber en casa, Pedro se ocupaba de traerla, desde la fuente de la plaza de la Iglesia, con dos cubos, uno en cada mano. Como el trayecto era largo, se paraba a descansar de vez en cuando, dejando los cubos en el suelo. Como yo vivía cerca, junto al camino que él recorría, desde mi casa observé como cogía uno de los cubos de agua y lo lanzó sobre una de las niñas que se le había acercado, mojándola totalmente. La niña, toda mojada y llorando, se metió en su casa-cueva, donde vivía. Inmediatamente, salió su madre y se dirigió hacia él para pedirle explicaciones, pero éste cogió los dos cubos, uno de ellos ya vacío, y se las dejó dándoles la espalda.
Al pasar por delante de mi casa, le pregunté:
-“¿Qué te ha pasado con la niña y por qué le has mojado?”
Y me contestó:
-“¡Me ha tirado en el cubo un puñado de tierra!”
Y acercándose, me lo enseñaba para que comprobase que era verdad lo que me decía. En efecto, vi que el cubo lleno de agua tenía tierra. Lo curioso era que no le había tirado el agua con la tierra, sino la otra que estaba limpia. Así me mostraba el cubo con la tierra que le había tirado la niña.
Los niños son muy crueles con los débiles. Cosas así le ocurrían a menudo, pero no siempre reaccionaba pasivamente como cuando yo le vi mojando a la niña y volviéndose de espaldas para no ocasionar más problemas. Se quedó satisfecho con castigar a la niña que le había ensuciado el agua.
Otras veces, recibía bofetones de los “chicotes” más machotes del pueblo, como queriendo ponerle alterado y provocándole para que se defendiese. Así justificaría la paliza que pretendía darle. Pero Pedro recibía mamporros en la cabeza, pero nunca se defendía. Por ello le insultaban diciéndole cobarde, gallina, “tonto de mierda” y otros insultos más.
La verdad era que, en el pueblo se portaba muy bien, pero los niños le insultaban y se metían con él, diciéndole ¡”Pedro varilla”! ¡Pedro varilla! Hasta que conseguían hacerle irritar. Claro está, que según como le pillasen de humor, respondía bondadosamente o agresivamente. Sin pasar de asustar a los niños, a los que nunca hizo ningún daño que lamentar. Una de sus hermanas, Carmina, trabajaba de sirvienta en la casa de unos maestros de escuela. La otra hermana, Concha, estaba en casa con su madre. Posteriormente trabajó en Manises, en la cerámica. Pero no era posible vigilar a Pedro que deambulaba constantemente por el pueblo. No podía estarse quieto. Poco a poco se fue trastornando y tuvieron que encerrarlo en el Hospital Psiquiátrico de Jesús, de Valencia.
Carlos, el Curret, se comportaba más calladamente. Pasaba desapercibido recorriendo las calles del pueblo sin que nadie le llamase la atención. Las mujeres le daban algo de comida y él, con su sonrisita, les daba las gracias.
La primera vez que fuimos, toda mi familia, a la feria de San Miguel de Liria, me llamó la atención verle en la cuesta del Santuario, con su madre, entre los impedidos que formaban una fila enorme, a derecha e izquierda, aceptando las limosnas de la gente que subía y bajaba. ¿Por qué no podía estar allí también, Carlos, si era un joven mutilado? Como nos conocíamos, por ser vecinos, nos abrazó uno a uno y nos agradeció la limosna con su característica sonrisita.
Lo recuerdo desde niño que, para poder orinar, pedía a cualquier persona que veía por la calle, que le sacase el pene. Pero no todos le hacían el favor de sacárselo, por pudor. Por lo general llevaba los botones de la bragueta desabrochados pero le costaba mucho de sacárselo. Si lo conseguía, no molestaba a nadie. Recuerdo también, haberle visto infinidad de veces, restregándose en la pared, mientras contemplaba a la actriz que aparecía en el cartel del cine. Eran los tiempos del destape. Una actriz famosa de entonces, era la popularísima Rita Jaiwort protagonista de la película Hilda, enseñando toda la pierna desnuda, hasta la ingle, y diciendo: “Soy libre y hago lo que quiero, cuando quiero”.
Un día a la semana, Carlos se trasladaba a Manises, a pié, y se paseaba por las fábricas, donde la gente le daba mendrugos de pan y moneditas de cinco o diez céntimos. Por lo visto visitaba otros pueblos de la zona, porque se conocía de memoria el sonido de las campanas de todos ellos. Si le preguntaban cómo sonaban las campanas de La Pobla de Vallbona, las hacía sonar, doblando su cuerpo como si fuese una de ellas, y con la boca imitaba los sonidos. Si le preguntaban de otros pueblos, como Benaguacil, Villamarchante o Manises, el tono variaba al hacer el volteo general de campanas que le pedían. Las de Villamarchante decía que sonaban como un “llanderol”. Refiriéndose a que sonaban muy mal. Sin embargo las que mejor le salían eran las campanas de Ribarroja, su pueblo. Al hacerlas sonar, parecía que sonaban las cuatro a la vez. Ahí desarrollaba todo su arte de buen Ribarrojense. Le ponía amor.
Mi suegro, el tío Juan el campanero, contaba, que “una vez, se asustó al verle de pie cuando estaba haciendo el volteo general de campanas durante la procesión del Cristo de los Afligidos. No se esperaba que alguien hubiese subido al campanario, y menos en aquel momento y anocheciendo”.
Como tenía fijo cada día de la semana, el pueblo donde se desplazaba, un día que debió ir a Manises, se hizo la hora de llegar a su casa y no apareció. La familia se inquietaba, porque no era normal que se retrasara. Podría haberle atropellado el tren, cosa nada imposible porque junto a la vía había un sendero que él utilizaba siempre porque así se le hacía el trayecto más corto. Incluso había tramos, en los que los ciclistas que íbamos a trabajar a las fábricas de Manises, también tomábamos ese mismo sendero, abandonando la carretera llena de baches.
Sus dos hermanas, Concha y Carmina y su marido Vicente, sin llamar la atención, se fueron a buscarle, llegando cerca de Manises sin localizarle. Al llegar al apeadero de la fábrica de La Cova, lo vieron salir de la pequeña estación. La mujer que hacía el servicio de guarda barreras, se había dormido con él, después de jugar a sus anchas. Otras veces se habría limitado a los juegos sexuales de forma rápida y el chico lo llevaba de maravilla. Sin retrasarse apenas. Pero aquella vez se durmió y, cuando se despertó la buena señora, le hizo salir del lecho, sin apenas darle tiempo a que se despejase.
No hubo enfrentamiento, pero se le cortó la libertad de salir del pueblo. Su hermana Carmina impuso su autoridad sobre él, le trató con dureza y, aunque a Carlos le costó un gran disgusto el hecho de perderse aquel placer, la cosa se le enfrió.
Claro que, seguramente se enfriaría el deseo de salir, porque sabía como las gastaba su hermana Carmina. Carlos la llamaba “La seria”. Pero el placer del sexo le continuó llamando, si bien le tratarían con algún medicamento con lo que se le suavizaría, y con mucha eficacia, dicha necesidad.
En 1958, momento que coincidimos de nuevo después de muchos años como vecinos, yo fui su peluquero. Acababa de montarme mi barbería en la calle Dos de Mayo y sus hermanas y cuñado Vicente, se pusieron a vivir delante de mi casa. Los padres ya habían fallecido y su hermano Pedro hacía un año que había fallecido también en el manicomio de Jesús. Así que, bajo las normas de su hermana, no se le permitía ciertas licencias. Vivimos cuatro años como vecinos.
En 1962, trasladé mi barbería al centro del pueblo y me casé en el 64, pero Carlos siguió siendo mi cliente preferido. Sólo le cortaba el pelo al rape con mechita en la frente. Pero como vio que muchos de nuestros clientes aparecían con sus fotografías colgadas en la pared de nuestra nueva peluquería, con lo cual promocionábamos el “esculpido a navaja”, él también quiso figurar allí y me pidió que lo colocase junto a los demás clientes.
Nos visitaba todos los meses y, si tenía que esperar el turno, se sentaba ante la mesa viendo revistas. Con sus muñones cambiaba de página con mucha facilidad. Todas las mujeres que aparecían en la revista, una por una, las besaba. Los clientes le contemplaban con curiosidad, pero no le concedían la menor importancia. En todo caso, admiraban la soltura con que pasaba las páginas. He de decir que en su casa comía con la cuchara, las comidas de caliente, ladeando la cabeza hasta conseguir introducirse la cuchara en la boca. Lo hacía desde muy joven y su habilidad aumentaba constantemente.
Recuerdo que siendo muy jóvenes, su madre le contó a la mía que, la primera vez que pudo conseguir harina de trigo y amasar pan, cuando vino del horno con la canasta llena, Carlos le pidió un trozo. Su madre le dio una barra entera, que se la comió junto con el plato de arroz con nabo y acelgas que había cocinado su hermana. Al terminar de comérselo todo, pidió un trozo de pan. Su hermana le regañó porque ya le había dado una barra entera y se la había comido. Carlos insistió en que había pedido un trozo y no se lo habían dado. La barra sí, pero el trozo no y él lo quería para comérselo. Y parecía tonto, el chico.
Un día dejó de venir a la peluquería y pregunté a mi madre, si veía a Carlos. Me extrañaba no verlo y pensé que estaría enfermo. Mi madre me contó que Carlos estaba arrestado. Su hermana no le dejaba salir de su casa, porque se había comportado muy mal. Pero mi madre, a la que Carmina le había revelado el hecho, no quería desvelármelo, porque no quería que se divulgase. Querían mantenerlo encerrado porque era muy gordo lo que había hecho.
Tanto le insistí a mi madre, que me lo contó, a cambio de que no lo divulgara. Le prometí que no se lo contaría a nadie, pero yo quería mucho a Carlos y me interesaba conocer sus acciones y su nueva situación. Cuando me enteré de lo que había ocurrido, me hice el tonto y pasé por delante de la puerta de su casa, varias veces y a distintas horas, sin decidirme a entrar a visitarle.
Lo que yo esperaba, ocurrió. Al pasar, como la persiana estaba echada y la puerta abierta, oí un “seseo” que me llamó la atención. Carlos se había dado cuenta de mi paseo por su puerta y me llamaba, para que yo le escuchara, sin que se enterase su hermana. Tan suavemente lo hacía que tuve que repetir la experiencia. Repitió su llamada y me acerqué a saludarle. Aparté la persiana y me abrazó diciéndome que se alegraba mucho de verme, pero que no podía salir, porque no tenía permiso para hacerlo.
En ese momento apareció su hermana Carmina y me saludó. Carlos tuvo suerte de que su hermana no le riñese. En mi presencia fue discreta y mantuvo la serenidad. Estaba muy bien educada. Ella sabía lo mucho que nos queríamos y no podía recriminarnos que estuviésemos saludándonos su hermano y yo. En ese momento, Carlos, como aprovechándose de la situación y de la buena acogida que su hermana me había dispensado, me invitó a pasar y comenzó a enseñarme el proyector de “Cinexin” en el que se pasaba películas de dibujos animados sobre la blanca pared de su comedor.
Carmina me contó, que allí se pasaba los días, proyectándose películas de cine que ella le proporcionaba. Carlos se las colocaba, se las cambiaba, manejaba muy bien la cámara y se emocionaba contándome las delicias de su nueva afición. Pasado un buen rato, le di mi más cordial enhorabuena a su hermana, y a Carlos lo abracé con todo el cariño de mi alma, y con lágrimas en los ojos. Me acordé que su afición por el cine, le venía desde siempre. Como le dejaban entrar gratis, le veía siempre asomado a la cabina de proyección para ver cómo proyectaba las películas el tío Rafael Ros.
Cuando visitaba a mi madre, la tentación de visitar a Carlos me atormentaba. Yo no quería desautorizar a su hermana, ni quería que sospechara que yo conocía las causas del encierro de Carlos.
Sin embargo, el cariño que le tenía, me hizo romper la barrera que nos separaba. Fui un domingo. Llamé a su puerta y, cuando su hermana me abrió, le pedí permiso para sacar a su hermano de excursión en mi coche, por el pueblo. Se me quedó mirando y, sorprendida por mi solicitud y agradecida por mi interés hacia su hermano Carlos, me dio permiso. Eso sí. Me dijo que “no se lo volviese a pedir, porque no me lo daría”. No me explicó el por qué. Le prometí que se lo devolvería a la hora de comer.
Carlos salió conmigo, subió al coche y vivió la mañana más feliz de su vida. No sabía cómo agradecerme el favor que le hacía, sacándole de su casa. Para él, visitar el pueblo de Ribarroja después de varios años encerrado, bajo la autoridad de su hermana, era un gran placer. Recorrimos casi todo el pueblo, como unos turistas. Cada dos por tres, paraba el coche, bajábamos y nos dábamos un pequeño paseo por la zona y volvíamos a subir. Me pidió visitar a su amigo “Quico”. (Quico Pedrós, hermano de Joaquín). Le llevé a su casa y saludamos a Quico y a su familia. Charlamos un rato y nos dirigimos a visitar a los hermanos “Farruquets”: Paco y Pepe. Se abrazaron los tres y se dedicaron frases de alegría y sonrisas, por el placer de reencontrarse de nuevo.
Los “Farruquets”, son dos pobres que no se ganan la vida. No se han adaptado a los nuevos tiempos. Viven de las limosnas del pueblo porque quedaron huérfanos de padre, en guerra, y su madre les ha protegido mucho. Van al monte a coger espárragos y al campo a coger caracoles y venderlos o regalarlos a quienes les protegemos. Antiguamente cogían esparto y en casa, confeccionaban cuerda rústica (“Fiscar”) para atar los garbones de leña o de cañas y lo vendían a los labradores y leñadores. Ahora ya no se cotizan sus actividades.
Sin embargo su hermana, que se llama Carmen, se casó, tuvo hijos y enviudó. Una joya de mujer. Su vida ha transcurrido con normalidad. Todas las semanas acude a su casa. Antes ayudaba a su madre y, al fallecer ésta, sigue acudiendo a lavarles a ellos y la ropa. Limpia la casa y ellos sólo se ocupan de hacer leña para cocinar y calentarse. Actualmente, cobran una pensión.
Charlamos un buen rato con ellos y de allí, nos dirigimos a la falla de L´Armonía. Todos los falleros que estaban almorzando en el casal y los que estaban jugando a las cartas o al dominó, se levantaron abrazándose a Carlos y prodigándole piropos. Le decían que estaba muy guapo. Que se mantenía muy joven. Se alegraron mucho de tenerle de nuevo allí. Nos invitaron a tomar un refresco. El presidente de la falla, le regaló un llavero que se lo hizo colgar en la cintura del pantalón. Se corrió la voz por todo el barrio y las vecinas y vecinos vinieron a visitarle al Casal.
Aquella experiencia nos hizo muy felices. Sin embargo, no se podía repetir, porque la hermana ya me lo había advertido. No quise volverla a molestar y dejé pasar el tiempo.
El tiempo pasó y Carmina, que había enviudado unos años antes, falleció. Había caído enferma y una sobrina suya se la llevó a su casa para atenderla mejor. Cuando me enteré, el día de su entierro, pregunté por Carlos. Mi madre había fallecido también y alguien de la familia me informó que estaba ingresado en una residencia, desde que su hermana enfermó. No me supieron informar del nombre de la misma. De ello tardé un tiempo en enterarme, pero el día que lo supe, me propuse visitarle. Estaba cerca, en el kilómetro 5 de la carretera de Ribarroja a Loriguilla.
Un domingo me desplacé a visitarle. Al llegar a la residencia, pregunté por Carlos el “Curret”. Inmediatamente me informaron dónde podría encontrarle. Cuando me vio, me abrazó, llamándome por mi apodo materno; “Reginet”. Regino, en diminutivo. Su alegría me fascinó. Se le saltaron las lágrimas. Casi no hablaba, pero me contemplaba cariñosamente y, de repente, se le ocurrió preguntarme:
-“Reginet”, “Reginet”. ¿Tú tens un retratet dels campanarets de Ribarroja?
-Claro que si,- le contesté.
-¿M´el portarás? ¿M´el portarás?
-Sí que t´ el portaré, Carlos.
Se sonrió y me volvió a abrazar. Así estuvimos mirándonos un buen rato, sin decirnos una palabra. Estábamos en silencio pero nuestros ojos hablaron y nos dijimos cosas que nunca nos habíamos dicho. Era como si nuestros sueños se realizasen. Se sentía feliz y contento. En cuanto me recuperé noté que algo le faltaba a Carlos y se lo quise regalar. Le regalé un paseo. Comenzó a caminar y descubrí lo que me temía. Le faltaban las caminatas. Estaba aletargado. No sabía caminar o, por lo menos, no podía. Sin embargo, no le noté envejecido.
Al cabo de un buen rato, oí que les llamaban para darles de comer y me despedí anunciándole que volvería a visitarle. Le dije que le traería una fotografía de los campanarios de Ribarroja. Nos volvimos a dar un abrazo de despedida dejándole a la puerta del comedor.
No tardé en volver con la foto prometida. Además, me llevé a mi nieto Jesús, para que se conocieran.
Cuando vio los campanarios de Ribarroja los besó varias veces, dándome las gracias. Volvimos a pasear por el jardín de la residencia. Repitió varias veces el nombre de mi nieto Jesús, sonriéndole.
Me miró y me preguntó si yo tenía un retrato del Cristo de Ribarroja. Como le contesté que sí, me pidió que se lo trajese, al igual que los campanarios.
La siguiente vez que le visité, antes de salir de Ribarroja, con la foto del Stmo. Cristo de los Afligidos en la cartera, pensé que le podría hacer otro regalo. Traerle a Pepe el “Farruquet”. Me fui a su casa y le invité a subir al coche. Cuando Carlos nos vio entrar en la residencia, se emocionó al abrazarle. Le preguntó por su hermano Paco, se quedaron mirándose como si sospecharan que sería la última vez que se vieran. Así fue. Han fallecido los dos sin volverse a ver.
Volví de nuevo a visitarle, porque ese día me pidió una medalla para colgársela al cuello y se la llevé. La besó varias veces, como había hecho con la foto y la estampa y paseamos por última vez. No me enteré de su muerte hasta que le fui a visitar de nuevo y me dieron la fatal noticia. No pude ir a su entierro.
Según me contaron, Carlos, cuando era un niño y recién terminada la guerra civil del 36-39, iba a recoger caracoles por la huerta de la Cascona “(el molinet)”, junto a la carretera de Ribarroja a Bétera. Se encontró una granada de mano. En ese momento, pasaba por allí un chico llamado Antonio Arnau que se dirigía al molinet y le llamó para enseñársela. Cuando Arnau se acercaba, Carlos tiró de la anilla y le explotó en las manos.
Arnau recibió un impacto de metralla en la sien y falleció en el acto. Carlos recibió impactos por todas partes de su cuerpo, desde los genitales hasta la cara y brazos, destrozándole bárbaramente. Un hombre que pasaba con su carro, se lo llevó al tren de la “vía estrecha” (hoy llamado Metro) y en él lo trasladaron al Hospital. Durante mucho tiempo le curaron las heridas y reconstruyéndole todo lo posible, lo devolvieron a su domicilio sin los dos brazos. En el pueblo le llamábamos Carlos el “Curret”, “El Morito”.
Carlos fue creciendo, sin brazos, en medio de una familia muy pobre, sus padres, un hermano y dos hermanas. Su padre era pastor de ovejas y cabras, pero no tenía rebaño propio. Salía con su cayado y su perro todos los días. Se paseaba por las calles que le indicaban los dueños de las ovejas o cabras que le contrataban sus servicios como pastor, y salía del pueblo liderando un rebaño compuesto por animales que pastaban, durante todo el día. Por las tardes, recorría el pueblo a la inversa y cada oveja o cabra sabía el hogar donde abandonar el rebaño e introducirse en su propio domicilio.
Una vez al mes, el dueño o la dueña de cada animal, al tiempo que lo recibía de regreso, le abonaba al pastor los honorarios convenidos por el servicio. Su esposa, con ese dinero, mantenía la familia.
El hijo mayor, Pedro, estaba “loco”. No se cuanto de loco, pero tenía salidas de tono, como por ejemplo: ir gritando por la calle con la mano sobre la boca y, ladeándola decía “¡Si, no, Pedro varilla!”. Si andaba por la huerta, se metía en un campo de coles y después de pasearlo rebuscando entre ellas, el dueño del campo, le preguntaba:
-“¿Qué haces ahí dentro del campo, Pedro?”
Y él le respondía:
-“Estoy buscando la col más grande para que mi madre llene la sartén, al freírla”.
El hombre, como pobre, “hacía la vista gorda”, como los otros agricultores. Su comportamiento era aceptable y la gente le quería. Era alto y hermoso. Muy buen chico y simpático. No se metía con nadie, si nadie se metía con él.
Cuando caminaba por la senda de pezuña, entre el río y el pueblo, desde el “Molí” hasta el “Mas del Móro”, tenía el detalle de apartar las piedras que veía en medio del caminito, con los pies o con las manos. No quería que nadie cayese a los zarzales, por dan un traspiés.
Su padre, para mantenerle ocupado y que no molestase mucho en casa, se lo llevaba de compañía, con el rebaño. Le había comprado un cayado, de la feria de San Miguel de Liria y Pedro disfrutaba haciendo de pastor. O por lo menos, cuando su padre le indicaba que reuniese las ovejas o cabras que se salían o despistaban del grupo, él hacía de ayudante, como el perro. Hasta que un día, tal como lo veía hacer a su padre, lanzó una piedra para asustar a una de las ovejas que se había rezagado, y lo hizo con tan mala suerte, que le dio en la cabeza y la mató en el acto. A partir de ese día, su padre se lo dejaba en casa. No podía arriesgarse a perder otro animal y tenerlo que pagar a su dueño.
El agua para lavar la ropa o para fregar y lavarse, Pedro la sacaba de la acequia que pasaba por delante de las cuevas, como todos los vecinos de la zona. Para cocinar y beber en casa, Pedro se ocupaba de traerla, desde la fuente de la plaza de la Iglesia, con dos cubos, uno en cada mano. Como el trayecto era largo, se paraba a descansar de vez en cuando, dejando los cubos en el suelo. Como yo vivía cerca, junto al camino que él recorría, desde mi casa observé como cogía uno de los cubos de agua y lo lanzó sobre una de las niñas que se le había acercado, mojándola totalmente. La niña, toda mojada y llorando, se metió en su casa-cueva, donde vivía. Inmediatamente, salió su madre y se dirigió hacia él para pedirle explicaciones, pero éste cogió los dos cubos, uno de ellos ya vacío, y se las dejó dándoles la espalda.
Al pasar por delante de mi casa, le pregunté:
-“¿Qué te ha pasado con la niña y por qué le has mojado?”
Y me contestó:
-“¡Me ha tirado en el cubo un puñado de tierra!”
Y acercándose, me lo enseñaba para que comprobase que era verdad lo que me decía. En efecto, vi que el cubo lleno de agua tenía tierra. Lo curioso era que no le había tirado el agua con la tierra, sino la otra que estaba limpia. Así me mostraba el cubo con la tierra que le había tirado la niña.
Los niños son muy crueles con los débiles. Cosas así le ocurrían a menudo, pero no siempre reaccionaba pasivamente como cuando yo le vi mojando a la niña y volviéndose de espaldas para no ocasionar más problemas. Se quedó satisfecho con castigar a la niña que le había ensuciado el agua.
Otras veces, recibía bofetones de los “chicotes” más machotes del pueblo, como queriendo ponerle alterado y provocándole para que se defendiese. Así justificaría la paliza que pretendía darle. Pero Pedro recibía mamporros en la cabeza, pero nunca se defendía. Por ello le insultaban diciéndole cobarde, gallina, “tonto de mierda” y otros insultos más.
La verdad era que, en el pueblo se portaba muy bien, pero los niños le insultaban y se metían con él, diciéndole ¡”Pedro varilla”! ¡Pedro varilla! Hasta que conseguían hacerle irritar. Claro está, que según como le pillasen de humor, respondía bondadosamente o agresivamente. Sin pasar de asustar a los niños, a los que nunca hizo ningún daño que lamentar. Una de sus hermanas, Carmina, trabajaba de sirvienta en la casa de unos maestros de escuela. La otra hermana, Concha, estaba en casa con su madre. Posteriormente trabajó en Manises, en la cerámica. Pero no era posible vigilar a Pedro que deambulaba constantemente por el pueblo. No podía estarse quieto. Poco a poco se fue trastornando y tuvieron que encerrarlo en el Hospital Psiquiátrico de Jesús, de Valencia.
Carlos, el Curret, se comportaba más calladamente. Pasaba desapercibido recorriendo las calles del pueblo sin que nadie le llamase la atención. Las mujeres le daban algo de comida y él, con su sonrisita, les daba las gracias.
La primera vez que fuimos, toda mi familia, a la feria de San Miguel de Liria, me llamó la atención verle en la cuesta del Santuario, con su madre, entre los impedidos que formaban una fila enorme, a derecha e izquierda, aceptando las limosnas de la gente que subía y bajaba. ¿Por qué no podía estar allí también, Carlos, si era un joven mutilado? Como nos conocíamos, por ser vecinos, nos abrazó uno a uno y nos agradeció la limosna con su característica sonrisita.
Lo recuerdo desde niño que, para poder orinar, pedía a cualquier persona que veía por la calle, que le sacase el pene. Pero no todos le hacían el favor de sacárselo, por pudor. Por lo general llevaba los botones de la bragueta desabrochados pero le costaba mucho de sacárselo. Si lo conseguía, no molestaba a nadie. Recuerdo también, haberle visto infinidad de veces, restregándose en la pared, mientras contemplaba a la actriz que aparecía en el cartel del cine. Eran los tiempos del destape. Una actriz famosa de entonces, era la popularísima Rita Jaiwort protagonista de la película Hilda, enseñando toda la pierna desnuda, hasta la ingle, y diciendo: “Soy libre y hago lo que quiero, cuando quiero”.
Un día a la semana, Carlos se trasladaba a Manises, a pié, y se paseaba por las fábricas, donde la gente le daba mendrugos de pan y moneditas de cinco o diez céntimos. Por lo visto visitaba otros pueblos de la zona, porque se conocía de memoria el sonido de las campanas de todos ellos. Si le preguntaban cómo sonaban las campanas de La Pobla de Vallbona, las hacía sonar, doblando su cuerpo como si fuese una de ellas, y con la boca imitaba los sonidos. Si le preguntaban de otros pueblos, como Benaguacil, Villamarchante o Manises, el tono variaba al hacer el volteo general de campanas que le pedían. Las de Villamarchante decía que sonaban como un “llanderol”. Refiriéndose a que sonaban muy mal. Sin embargo las que mejor le salían eran las campanas de Ribarroja, su pueblo. Al hacerlas sonar, parecía que sonaban las cuatro a la vez. Ahí desarrollaba todo su arte de buen Ribarrojense. Le ponía amor.
Mi suegro, el tío Juan el campanero, contaba, que “una vez, se asustó al verle de pie cuando estaba haciendo el volteo general de campanas durante la procesión del Cristo de los Afligidos. No se esperaba que alguien hubiese subido al campanario, y menos en aquel momento y anocheciendo”.
Como tenía fijo cada día de la semana, el pueblo donde se desplazaba, un día que debió ir a Manises, se hizo la hora de llegar a su casa y no apareció. La familia se inquietaba, porque no era normal que se retrasara. Podría haberle atropellado el tren, cosa nada imposible porque junto a la vía había un sendero que él utilizaba siempre porque así se le hacía el trayecto más corto. Incluso había tramos, en los que los ciclistas que íbamos a trabajar a las fábricas de Manises, también tomábamos ese mismo sendero, abandonando la carretera llena de baches.
Sus dos hermanas, Concha y Carmina y su marido Vicente, sin llamar la atención, se fueron a buscarle, llegando cerca de Manises sin localizarle. Al llegar al apeadero de la fábrica de La Cova, lo vieron salir de la pequeña estación. La mujer que hacía el servicio de guarda barreras, se había dormido con él, después de jugar a sus anchas. Otras veces se habría limitado a los juegos sexuales de forma rápida y el chico lo llevaba de maravilla. Sin retrasarse apenas. Pero aquella vez se durmió y, cuando se despertó la buena señora, le hizo salir del lecho, sin apenas darle tiempo a que se despejase.
No hubo enfrentamiento, pero se le cortó la libertad de salir del pueblo. Su hermana Carmina impuso su autoridad sobre él, le trató con dureza y, aunque a Carlos le costó un gran disgusto el hecho de perderse aquel placer, la cosa se le enfrió.
Claro que, seguramente se enfriaría el deseo de salir, porque sabía como las gastaba su hermana Carmina. Carlos la llamaba “La seria”. Pero el placer del sexo le continuó llamando, si bien le tratarían con algún medicamento con lo que se le suavizaría, y con mucha eficacia, dicha necesidad.
En 1958, momento que coincidimos de nuevo después de muchos años como vecinos, yo fui su peluquero. Acababa de montarme mi barbería en la calle Dos de Mayo y sus hermanas y cuñado Vicente, se pusieron a vivir delante de mi casa. Los padres ya habían fallecido y su hermano Pedro hacía un año que había fallecido también en el manicomio de Jesús. Así que, bajo las normas de su hermana, no se le permitía ciertas licencias. Vivimos cuatro años como vecinos.
En 1962, trasladé mi barbería al centro del pueblo y me casé en el 64, pero Carlos siguió siendo mi cliente preferido. Sólo le cortaba el pelo al rape con mechita en la frente. Pero como vio que muchos de nuestros clientes aparecían con sus fotografías colgadas en la pared de nuestra nueva peluquería, con lo cual promocionábamos el “esculpido a navaja”, él también quiso figurar allí y me pidió que lo colocase junto a los demás clientes.
Nos visitaba todos los meses y, si tenía que esperar el turno, se sentaba ante la mesa viendo revistas. Con sus muñones cambiaba de página con mucha facilidad. Todas las mujeres que aparecían en la revista, una por una, las besaba. Los clientes le contemplaban con curiosidad, pero no le concedían la menor importancia. En todo caso, admiraban la soltura con que pasaba las páginas. He de decir que en su casa comía con la cuchara, las comidas de caliente, ladeando la cabeza hasta conseguir introducirse la cuchara en la boca. Lo hacía desde muy joven y su habilidad aumentaba constantemente.
Recuerdo que siendo muy jóvenes, su madre le contó a la mía que, la primera vez que pudo conseguir harina de trigo y amasar pan, cuando vino del horno con la canasta llena, Carlos le pidió un trozo. Su madre le dio una barra entera, que se la comió junto con el plato de arroz con nabo y acelgas que había cocinado su hermana. Al terminar de comérselo todo, pidió un trozo de pan. Su hermana le regañó porque ya le había dado una barra entera y se la había comido. Carlos insistió en que había pedido un trozo y no se lo habían dado. La barra sí, pero el trozo no y él lo quería para comérselo. Y parecía tonto, el chico.
Un día dejó de venir a la peluquería y pregunté a mi madre, si veía a Carlos. Me extrañaba no verlo y pensé que estaría enfermo. Mi madre me contó que Carlos estaba arrestado. Su hermana no le dejaba salir de su casa, porque se había comportado muy mal. Pero mi madre, a la que Carmina le había revelado el hecho, no quería desvelármelo, porque no quería que se divulgase. Querían mantenerlo encerrado porque era muy gordo lo que había hecho.
Tanto le insistí a mi madre, que me lo contó, a cambio de que no lo divulgara. Le prometí que no se lo contaría a nadie, pero yo quería mucho a Carlos y me interesaba conocer sus acciones y su nueva situación. Cuando me enteré de lo que había ocurrido, me hice el tonto y pasé por delante de la puerta de su casa, varias veces y a distintas horas, sin decidirme a entrar a visitarle.
Lo que yo esperaba, ocurrió. Al pasar, como la persiana estaba echada y la puerta abierta, oí un “seseo” que me llamó la atención. Carlos se había dado cuenta de mi paseo por su puerta y me llamaba, para que yo le escuchara, sin que se enterase su hermana. Tan suavemente lo hacía que tuve que repetir la experiencia. Repitió su llamada y me acerqué a saludarle. Aparté la persiana y me abrazó diciéndome que se alegraba mucho de verme, pero que no podía salir, porque no tenía permiso para hacerlo.
En ese momento apareció su hermana Carmina y me saludó. Carlos tuvo suerte de que su hermana no le riñese. En mi presencia fue discreta y mantuvo la serenidad. Estaba muy bien educada. Ella sabía lo mucho que nos queríamos y no podía recriminarnos que estuviésemos saludándonos su hermano y yo. En ese momento, Carlos, como aprovechándose de la situación y de la buena acogida que su hermana me había dispensado, me invitó a pasar y comenzó a enseñarme el proyector de “Cinexin” en el que se pasaba películas de dibujos animados sobre la blanca pared de su comedor.
Carmina me contó, que allí se pasaba los días, proyectándose películas de cine que ella le proporcionaba. Carlos se las colocaba, se las cambiaba, manejaba muy bien la cámara y se emocionaba contándome las delicias de su nueva afición. Pasado un buen rato, le di mi más cordial enhorabuena a su hermana, y a Carlos lo abracé con todo el cariño de mi alma, y con lágrimas en los ojos. Me acordé que su afición por el cine, le venía desde siempre. Como le dejaban entrar gratis, le veía siempre asomado a la cabina de proyección para ver cómo proyectaba las películas el tío Rafael Ros.
Cuando visitaba a mi madre, la tentación de visitar a Carlos me atormentaba. Yo no quería desautorizar a su hermana, ni quería que sospechara que yo conocía las causas del encierro de Carlos.
Sin embargo, el cariño que le tenía, me hizo romper la barrera que nos separaba. Fui un domingo. Llamé a su puerta y, cuando su hermana me abrió, le pedí permiso para sacar a su hermano de excursión en mi coche, por el pueblo. Se me quedó mirando y, sorprendida por mi solicitud y agradecida por mi interés hacia su hermano Carlos, me dio permiso. Eso sí. Me dijo que “no se lo volviese a pedir, porque no me lo daría”. No me explicó el por qué. Le prometí que se lo devolvería a la hora de comer.
Carlos salió conmigo, subió al coche y vivió la mañana más feliz de su vida. No sabía cómo agradecerme el favor que le hacía, sacándole de su casa. Para él, visitar el pueblo de Ribarroja después de varios años encerrado, bajo la autoridad de su hermana, era un gran placer. Recorrimos casi todo el pueblo, como unos turistas. Cada dos por tres, paraba el coche, bajábamos y nos dábamos un pequeño paseo por la zona y volvíamos a subir. Me pidió visitar a su amigo “Quico”. (Quico Pedrós, hermano de Joaquín). Le llevé a su casa y saludamos a Quico y a su familia. Charlamos un rato y nos dirigimos a visitar a los hermanos “Farruquets”: Paco y Pepe. Se abrazaron los tres y se dedicaron frases de alegría y sonrisas, por el placer de reencontrarse de nuevo.
Los “Farruquets”, son dos pobres que no se ganan la vida. No se han adaptado a los nuevos tiempos. Viven de las limosnas del pueblo porque quedaron huérfanos de padre, en guerra, y su madre les ha protegido mucho. Van al monte a coger espárragos y al campo a coger caracoles y venderlos o regalarlos a quienes les protegemos. Antiguamente cogían esparto y en casa, confeccionaban cuerda rústica (“Fiscar”) para atar los garbones de leña o de cañas y lo vendían a los labradores y leñadores. Ahora ya no se cotizan sus actividades.
Sin embargo su hermana, que se llama Carmen, se casó, tuvo hijos y enviudó. Una joya de mujer. Su vida ha transcurrido con normalidad. Todas las semanas acude a su casa. Antes ayudaba a su madre y, al fallecer ésta, sigue acudiendo a lavarles a ellos y la ropa. Limpia la casa y ellos sólo se ocupan de hacer leña para cocinar y calentarse. Actualmente, cobran una pensión.
Charlamos un buen rato con ellos y de allí, nos dirigimos a la falla de L´Armonía. Todos los falleros que estaban almorzando en el casal y los que estaban jugando a las cartas o al dominó, se levantaron abrazándose a Carlos y prodigándole piropos. Le decían que estaba muy guapo. Que se mantenía muy joven. Se alegraron mucho de tenerle de nuevo allí. Nos invitaron a tomar un refresco. El presidente de la falla, le regaló un llavero que se lo hizo colgar en la cintura del pantalón. Se corrió la voz por todo el barrio y las vecinas y vecinos vinieron a visitarle al Casal.
Aquella experiencia nos hizo muy felices. Sin embargo, no se podía repetir, porque la hermana ya me lo había advertido. No quise volverla a molestar y dejé pasar el tiempo.
El tiempo pasó y Carmina, que había enviudado unos años antes, falleció. Había caído enferma y una sobrina suya se la llevó a su casa para atenderla mejor. Cuando me enteré, el día de su entierro, pregunté por Carlos. Mi madre había fallecido también y alguien de la familia me informó que estaba ingresado en una residencia, desde que su hermana enfermó. No me supieron informar del nombre de la misma. De ello tardé un tiempo en enterarme, pero el día que lo supe, me propuse visitarle. Estaba cerca, en el kilómetro 5 de la carretera de Ribarroja a Loriguilla.
Un domingo me desplacé a visitarle. Al llegar a la residencia, pregunté por Carlos el “Curret”. Inmediatamente me informaron dónde podría encontrarle. Cuando me vio, me abrazó, llamándome por mi apodo materno; “Reginet”. Regino, en diminutivo. Su alegría me fascinó. Se le saltaron las lágrimas. Casi no hablaba, pero me contemplaba cariñosamente y, de repente, se le ocurrió preguntarme:
-“Reginet”, “Reginet”. ¿Tú tens un retratet dels campanarets de Ribarroja?
-Claro que si,- le contesté.
-¿M´el portarás? ¿M´el portarás?
-Sí que t´ el portaré, Carlos.
Se sonrió y me volvió a abrazar. Así estuvimos mirándonos un buen rato, sin decirnos una palabra. Estábamos en silencio pero nuestros ojos hablaron y nos dijimos cosas que nunca nos habíamos dicho. Era como si nuestros sueños se realizasen. Se sentía feliz y contento. En cuanto me recuperé noté que algo le faltaba a Carlos y se lo quise regalar. Le regalé un paseo. Comenzó a caminar y descubrí lo que me temía. Le faltaban las caminatas. Estaba aletargado. No sabía caminar o, por lo menos, no podía. Sin embargo, no le noté envejecido.
Al cabo de un buen rato, oí que les llamaban para darles de comer y me despedí anunciándole que volvería a visitarle. Le dije que le traería una fotografía de los campanarios de Ribarroja. Nos volvimos a dar un abrazo de despedida dejándole a la puerta del comedor.
No tardé en volver con la foto prometida. Además, me llevé a mi nieto Jesús, para que se conocieran.
Cuando vio los campanarios de Ribarroja los besó varias veces, dándome las gracias. Volvimos a pasear por el jardín de la residencia. Repitió varias veces el nombre de mi nieto Jesús, sonriéndole.
Me miró y me preguntó si yo tenía un retrato del Cristo de Ribarroja. Como le contesté que sí, me pidió que se lo trajese, al igual que los campanarios.
La siguiente vez que le visité, antes de salir de Ribarroja, con la foto del Stmo. Cristo de los Afligidos en la cartera, pensé que le podría hacer otro regalo. Traerle a Pepe el “Farruquet”. Me fui a su casa y le invité a subir al coche. Cuando Carlos nos vio entrar en la residencia, se emocionó al abrazarle. Le preguntó por su hermano Paco, se quedaron mirándose como si sospecharan que sería la última vez que se vieran. Así fue. Han fallecido los dos sin volverse a ver.
Volví de nuevo a visitarle, porque ese día me pidió una medalla para colgársela al cuello y se la llevé. La besó varias veces, como había hecho con la foto y la estampa y paseamos por última vez. No me enteré de su muerte hasta que le fui a visitar de nuevo y me dieron la fatal noticia. No pude ir a su entierro.
EPÍLOGO
Carlos fue feliz, durante muchos años. Era libre como los pájaros. Caminó por los pueblos de la comarca del Turia. Se portó bien con todos y todos se portaron bien con él. Sin embargo, alguien le descubrió que el sexo se podía practicar en pareja. Pero las normas sociales no le permitieron ejercitarlo por mucho tiempo. Se truncó su vida sexual, por lo visto muy placentera, pero le quedó el recuerdo y un deseo que le llevó al encierro en su propio hogar. ¿Por qué se le encerró en su casa y no le dejaron volar, ni por las calles de Ribarroja, donde él se hubiese resignado, por el resto de sus días? Todos le queríamos y le hubiésemos tratado con mucho cariño. ¿Por qué se nos impidió tenerle entre nosotros?
Juan, el enterrador del Cementerio Municipal de Ribarroja, recibió en poco tiempo, muchas quejas de los familiares de los difuntos. Habían desaparecido algunas fotos de esmalte de las lápidas. Además, aparecieron muchas de ellas desportilladas por los bordes, al haberlas intentado despegar.
El hecho no era para dejarlo para más tarde. Era cuestión de poner remedio cuanto antes, porque quien lo había hecho, podía provocar un desastre en el cementerio. ¡Ya lo había provocado! Él era el responsable y no se imaginaba cómo podían haberle gastado tan macabra broma. ¿Algunos niños? Podía ser. Era cuestión de montar guardia y averiguar a qué hora se podía meter alguien allí, sin que él se enterase. O que alguien se escondía y, con una de las escaleras que se utilizan para limpiar y adornar los nichos, se subía por la pared para salir cuando el cementerio se cerrase. ¿Cómo podía esconderse alguien sin que Juan le pudiese localizar? Había que averiguarlo. Antes de cerrar, revisaba el cementerio y se aseguraba de que nadie quedaba dentro
Las horas en que alguno de los niños, al salir del colegio, podría enfilar sus pasos hacia el cementerio, serían las que Juan se escondería en un lugar estratégico, donde podría divisarle. No tendría ganas de volver por allí. Ya le apañaría el bulto al autor de tal destrozo de lápidas.
Pasaron los días y, no hubo señales de intrusos. Ni niños, ni alguien sospechoso que le pudiera hacer pensar que fuese el malhechor. Juan comenzó a sentirse angustiado. Había pedido a las personas afectadas que no dijesen nada a nadie, porque él se encargaría de encontrar al causante y le haría pagar todo el daño que había hecho.
Los familiares de los difuntos le increpaban diciéndole que iban apareciendo más fotos rotas y que estaban desapareciendo algunas más. Mientras tanto, él no se podía imaginar que la persona que buscaba no era ningún niño.
Revisó toda la pared del exterior del cementerio. Descubrió, en un punto en el que no había nichos construidos junto a la pared, un montoncito de piedras que podrían servir de escalón, por donde introducirse en el cementerio, escalándola. Cogió una carretilla de arena, la esparció por el suelo, en la zona donde se suponía que el malhechor se dejaría caer en el interior, para poder averiguar, por sus huellas, de quien podría tratarse. Al día siguiente encontró, huellas de persona mayor, marcadas en la arena.
Había que hacer guardia, por las noches, hasta que le pudiese coger en el momento que entrase. ¡Se iba a enterar, ese intruso!
Una noche, dos noches, tres noches, y nada. No aparecía nadie por aquel lugar donde se esperaba al personaje que rompía y robaba las fotografías de los difuntos. Juan se cansaba de pasar noches enteras y estuvo tentado de abandonar la guardia pensando que ya no volvería. ¿Se habrá enterado de que están a punto de cogerle? Juan no le había contado a nadie sus pesquisas. ¿Cómo lo iba a contar si quería guardar en secreto el hecho, porque su reputación estaba en entredicho? Se podía jugar el empleo por no saber cuidar los intereses de una institución tan respetable como es el Cementerio Municipal.
Ni de noche ni de día podía conciliar el sueño. Era imposible que los “muertos” hicieran fechorías, saliesen por la puerta durante el día, y regresasen por la noche. Revisó, eso sí, con todo el temblor de piernas que se puede llegar a sentir en este caso, todos los nichos vacíos existentes en todo el cementerio. Sintió miedo, pero lo resistió. No podía ser de otra manera. Juan llegó a pensar que alguno de los nichos ocupados tendría la losa extraíble y el ladrón se escondería sin dejar rastro alguno. Los tanteó todos, forzándolos, y ninguno tenía la losa suelta. Este hecho le tranquilizó, de momento. Decididamente, tenía que esperar hasta ver en qué terminaba todo aquello. No podía desfallecer.
Una tarde, casi de noche, escuchó que alguien estaba montando el montoncito de piedras y escalaba la pared, rasgándola con la suela de las alpargatas. Ya estaba intentando entrar en el cementerio. Juan contuvo la respiración, escuchó cómo jadeaba el asaltante y se apoyaba su cuerpo sobre la pared dejándose ver la cabeza y… No tenía brazos.
Así fue. Carlos el “Curret” saltó por la pared del cementerio y se dejó caer, como tantas veces lo había hecho, con un destornillador en el bolsillo, con el que intentaría aumentar su colección de fotografías de esmalte de las lápidas.
Juan no podía esperar que Carlos, sin brazos, pudiese subir por aquella pared. Sin embargo, julio había descubierto de nuevo, el placer del sexo en pareja. Macabra, pero en pareja. ¿Cómo iba él a pensar que aquellas mujeres representadas en las fotografías de esmalte, estaban muertas? Para él estaban tan suaves y vivas que le proporcionaban algo que había perdido camino de regreso de Manises, en al apeadero de La Cova.
FIN
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