TONÍN



Tonín, (abreviatura de Antoñito), era un chico de Ribarroja, con síndrome de Down. Era delgado y no muy guapo. Con su sencillez cautivaba a todos.
Su madre, la tía Concha, le protegió como todas las madres de niños deficientes, mientras vivió. Su bondad extrema le llevaba a ejercer, sobre su hijo, de “verdadera madraza”.
Allá por los años cincuenta y tantos, enviudó. Ella tenía dos hijas mayores que el chico, Concheta y Sonín que trabajaron, de jóvenes, en Cerámicas Hispania de Manises hasta que se casaron. Fuimos, por tanto, compañeros de trabajo durante diez años por lo menos.
Como yo aprendí de barbero en tiempo libre, a Tonín me lo trajeron de niño para que le cortase el pelo. Su manera de ser me cautivó desde el primer momento, aunque creo que ya le conocía como vecino de Ribarroja. Era un chaval encantador. Hablaba un poco gangoso, pero se le entendía bastante. De chico, su madre le permitía que se desplazase por la calle donde vivían, y visitase a los vecinos. Todos se portaban con él de maravilla. Era muy querido, porque además de que se hacía querer por lo bien que se portaba con todos, en los pueblos siempre hemos mostrado un cariño especial para los que carecen de cualidades, digamos normales.
Tonín visitaba, además de los vecinos de su calle, algunos lugares públicos. Se extendía, por el pueblo a visitar lugares como la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, donde el Sr. Director Jaime Rubio le recibía con mucho cariño y mantenía conversaciones esporádicas con él. . Por lo tanto, siempre que visitaba la Caja de Ahorros y se pasaba sus buenos ratos contestando a su manera las preguntas del Sr. Director, se levantaba para marcharse y le pedía un “bibe”. (“Un libro”. Hablaba en valenciano). Sus bolsillos, como la cartera, siempre los llevaba llenos de papeles. Después, se daba un rodeo por la calle del mercado, visitaba el bar de Chimo, le saludaba y se enfilaba por la calle mayor hacia su casa.
Nunca tuvo problemas con los vecinos, y cualquiera que le saludase recibía una respuesta sencilla de él. Sin zalamería, pero sincera y educada. ¡Adiós! Un adiós seco, pero acompañado de una sonrisa, que más que sonrisa parecía una mueca. A Tonín se le veía siempre con su cartera en la mano, y si alguien le preguntaba por qué llevaba su cartera, él respondía que era para ir a la escuela. Libros y papeles, unos porque los pedía en todas partes donde, por lo general era bien recibido, y otros porque eran simplemente papeles que se encontraba y los consideraba como libros. Él no sabía distinguir entre papeles y libros, pero sabía a ciencia cierta, que era material escolar. Sin embargo, no se preocupaba de lápices, gomas de borrar o sacapuntas, etc.
Era tanta la obsesión por acumular “bibes”, que la tía Concha, de vez en cuando procedía a eliminar material escolar de sus bolsillos y de la cartera, diciéndole a su hijo que había que guardarlos en los armarios de la escuela, para cuando viniesen otros niños pobres a los que sus madres no les podían comprar su libros, poderles dar de los suyos. Así no tenía que discutir con él para poderle descargar de tanto peso. Tonín accedía a ello y la cartera de mano no se rompía de tanto forcejeo como ejercía para introducir dentro de ella todo el material que recogía por todas partes.
Cuando venía a la peluquería, si había gente esperando turno, él no se movía del asiento, esperaba como todos los clientes hacían, y cuando yo le invitaba para sentarse al sillón, dejaba la cartera en un rincón donde no molestase a nadie y se dejaba lavar la cabeza, eso sí, sin reclinarse en el lava cabezas como los demás clientes. No soportaba la posición, porque le resultaba muy incómoda.
Al principio pensé que sería mejor decirle a su madre que siempre que viniese a la peluquería le lavase previamente la cabeza, pero decidí aplicarle mi sistema. Este sistema lo empleaba con otros casos difíciles, como los niños pequeños que no se dejan lavar apoyando el cuello en la palangana. Simplemente consiste en, ponerle sobre los hombros y la espalda, a modo de peinador, una toalla para protegerles la ropa, depositar un poco de agua sobre la cabeza, con un dosificador, a chorrito, y frotar la cabeza para que el pelo la absorba. A continuación, de la misma manera que le aplicaba el agua, lo hacía con champú. Al frotar, se produce la espuma que se va repartiendo por toda la cabeza.
Durante un ratito, la espuma se hace sólida y la vas retirando a dos manos y la depositas en el lavabo. Repites la operación dos o tres veces y después, con la toalla absorbes el resto a base de añadir agua varias veces hasta que queda lo suficientemente limpio. Toda esta operación y la del corte de pelo y secado con el secador, lo aguantaba Tonín, con toda la paciencia y a gusto.
Al levantarse del sillón, se buscaba en el bolsillo pequeño de la chaqueta la monedita porque quería pagar como todos los clientes. Ya se encargaba él de pedírsela a su madre. Me daba las gracias y se quedaba de pié, esperando el libro. Si me despistaba, Tonín me recordaba que tenía que darle el “bibe”. Por lo general lo que le entregaba era alguno de los folletos de publicidad que me introducía el cartero en el buzón del correo, que previamente los iba guardando para tal fin. Se lo guardaba en la cartera o en el bolsillo de dentro de la chaqueta, si cabía, decía adiós a todos y se marchaba de paseo con la cabeza muy alta y su cartera en la mano. Mis clientes comentaban que le había subido la moral, por el hecho de habérsele cortado el pelo.
Un día, al entrar en la peluquería, se lanzó sobre el sofá de espera y comenzó a babear y respirar con cierta dificultad. Jadeaba como el que siente ahogarse, desesperadamente. Me quedé mirándole y noté que miraba de reojo hacia el sillón donde estaba yo atendiendo a Maria Piar “La Tofoleta” que estaba a punto de levantarse porque ya había terminado. La tía Vicenta, la abuela de Maria Pilar, se asustó y quería auxiliarle o llamar al médico para que le atendiesen.
Traté de convencerle de que no le ocurría nada a Tonín. Le invité a salir con Maria Pilar a la calle, donde hablaríamos enseguida. En efecto, se salieron e invité a Tonín a sentarse al sillón. Dejó de babear y de respirar con dificultad, se sonrió y pasó a sentarse al sillón sacudiéndose el malestar y limpiándose la boca con el pañuelo. Me salí a la calle, invité a la tía Vicenta para que se asomase por la ventana y viese a Tonín. Se sorprendió alegrándose de que se encontraba bien del todo. Ya no tenía a “su competente” siendo atendida por “su peluquero”. Éste era sólo para él.
Estas criaturas son así de sensibles. Te quieren, pero has de estar sólo para ellos. No para los que están como ellos. Como si se tuviesen celos.
Un día, cuando llegué para cenar a las once de la noche después de cerrar la peluquería, Tonín estaba a la puerta del bar de Chimo frente a mi casa. Le dije que ya era tarde y que debería irse a su casa, porque la tía Concha, su madre le estaría buscando por todo el pueblo. Se me quedó mirando fijamente y me dijo que si, pero en mi coche. No necesité intérprete para entender “sus buenas intenciones”. Aún así, intenté animarle para que se decidiese a irse a su casa, pero no me hizo ni caso. Ya podía animarle e invitarle a que se fuese a su casa, que él ya se había pronunciado. Tenía que ser en mi coche.
Me fui a la cochera, saqué mi coche y pasé por delante del bar y allí estaba Tonín esperándome “con una sonrisa de oreja a oreja”. Se metió dentro de mi coche y se acomodó diciéndome que “a su casa”. Como si hubiese subido en un taxi y le diese la dirección al taxista. Al llegar a la esquina de su casa, la tía Concha ya venía de recorrer medio pueblo sin encontrar a su hijo Tonín.
Cuando la tía Concha falleció, a Tonín no había manera de centrarle en sus rarezas. Su comportamiento anárquico desbordaba la capacidad de controlarle. Cada día se hacía más imposible y las hermanas, o algún alma caritativa, hizo los trámites para encontrarle una buena residencia. La encontraron en Bergel. Se trataba de una residencia cuya directora llevaba a los internos de la misma manera que la madre de Tonín había hecho toda la vida con él. Allí se sentían todos como en su casa particular. Más aún. Mejor que en su casa, porque se hacían compañía y se les tenía en cuenta sus rarezas y limitaciones.
Pero un día, al interesarme y preguntar a su hermana Concheta por él, porque quería hacerle una visita, ésta me recomendó que no lo hiciera. Si recibía visitas del pueblo, amistades o familiares, se ilusionaba en venir a Ribarroja. También me dijo que no lo estaba pasando bien. Había sido trasladado a otra residencia, porque la anterior había sido cerrada por no reunir los requisitos indispensables para el ejercicio de sus funciones. Y en la nueva residencia él no se sentía a gusto. De momento le habían quitado la cartera de las manos y no podía continuar con ella para ir todos los días a la escuela.
¿Por que Tonín tenía esa obsesión en llevar la cartera con libros o papeles e ir diariamente a la escuela? En la nueva residencia no quisieron preocuparse de las razones que le impulsaban a ello. Ni le preguntaron si consentía o no que se la arrebatasen de las manos. Aquello era una orden de la dirección y le despojaron de su punto de apoyo. Punto de apoyo que le daba vida. Tonín comenzó a sentirse mal. La depresión se apoderó de él y murió en muy poco tiempo, siendo muy joven todavía.
EPÍLOGO
Cuando la tía Concha quedó viuda, como tenía a su hijo deficiente y se tenía que ocupar de él constantemente y las hijas se iban a trabajar a Manises, comenzó a cuidar a los niños pequeños del barrio, para que sus madres pudiesen hacer el trabajo de la casa. Así, mientras cuidaba de su hijo, atendía a los niños y le hacían compañía a Tonín, jugando en la que sería un proyecto de “escuela-guardería”. Las vecinas se ocuparon de correr la voz y a la madre de Tonín le salieron más niños que cuidar. Entre esos niños que cuidaba su madre, su hijo Tonín, se sentía como en la escuela que iba creciendo en tamaño y en número de alumnos cada día más. Pero llegó un momento que las autoridades locales le prohibieron que atendiese niños que no fuesen suyos, como una guardería infantil. La tía Concha no podía ejercer como maestra. No tenía título y tuvo que cerrar. El pobre Tonín se quedó sin su escuela.
A partir de entonces, Tonín se aferró a su cartera con la que se desplazaba cada día por las calles de Ribarroja, para ir a la escuela. Su escuela era su ilusión, como la de todos los niños. Era su vida. Cuando en la residencia le quitaron la cartera, su vida dejó de tener sentido.
FIN

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