EL CERDITO



Cuentan en Ribarroja, que el tío Jacinto decidió comprar un cerdito para criarlo. Vivía en una de las cuevas del Barranco de los Moros, donde se hacían fideos antiguamente, entre la carretera y el terraplén de la vía del tren. Exactamente, donde hoy está el muro ajardinado del Centro de Salud. El cerdito lo sacrificaría cuando creciese e hiciese los suficientes kilos de carne. Lo normal era que en muchos hogares hiciesen lo mismo. De ahí que en muchos pueblos de España se celebre la “Fiesta de la matanza del cerdo”. ¿Quién no recuerda si es mayor, o le han contado que los niños, antiguamente, jugábamos con la vejiga del cerdo, como si fuese un balón de fútbol, el día de la matanza?
Había que esperar a que pasase el carro que los vendía y comprarlo.
Como todos los años, por las mismas fechas, pasaba el carro de los cerditos y el tío Jacinto lo llamó. El cerdero paró el carro, levantó la lona que protegía la camada y, como de costumbre, le invitó a que viese cual de ellos le gustaba más. Podía elegir el que quisiese. Todos valían al mismo precio. A él le daba igual.
Después de una larga observación, se fijó en uno de los cerditos que parecía más avispado que los demás. Lo señaló con el dedo índice e inmediatamente fue capturado por el vendedor y depositado en brazos del tío Jacinto. Éste se echó mano a la cartera, lo pagó y se dirigió a su cueva. Lo enseñó a su mujer, lo acariciaron, lo contemplaron durante un rato y, finalmente, procedió a encerrarlo en la cerdera en la que tenía previsto criarle y engordarle, situada al fondo de la cueva. Una vez depositado el cerdito en su nueva vivienda, el matrimonio se quedó un buen rato contemplándolo y tras saciar su curiosidad viéndole cómo se movía en su nuevo hábitat con soltura y donaire, procedieron a preparar su primera ración de comida.
Generalmente, se les amasa salvado de trigo con alguna mezcla de alimento, que se supone que es el mejor de los manjares para que los cerdos engorden. Aquel animalito comía como una “curva del río”. Se comió la amasadura (el pastat) en un santiamén. Fue “visto y no visto”. ¡Qué rapidez!
Comentaron con los vecinos la novedad y les felicitaron por la iniciativa que habían tomado. Cuando llegaron los hijos del trabajo, al conocer la noticia de que sus padres habían adquirido un cerdito, se adentraron primero al final de la cueva, lo vieron y se quedaron prendados de lo bonito y espabilado que parecía. Era un espectáculo verle moverse, y la gracia que les hacía sólo con ver que había cerdo en casa.
Tenían que cuidarle y procurar que comiese bastante para engordarle y así, el día de la matanza toda la familia disfrutaría de comer buenas longanizas, morcillas, sofritos, y toda clase de embutidos que su propio cerdo les podía proporcionar. Eso de tener carne en casa, nunca lo habían podido conseguir. Eran pobres y criar un cerdo sólo era de familias con posibles.
A la mañana siguiente, el tío Jacinto contó a los compañeros de trabajo el hecho de haber adquirido un cerdo para criarlo en su cueva. Los compañeros de brigada, se quedaron mirándole y, sin haberse puesto de acuerdo unos con otros, le reprocharon el atrevimiento.
En RENFE, los compañeros de trabajo tienen por costumbre criticarlo todo. La brigada de trabajo donde el tío Jacinto compartía fatigas, no podía ser menos. Durante todo el día hubo “cerdito” para dar y vender. Que si no podrían criarle. Que si les salía por un pastón. Que si tal y que si cual. Le hicieron la cabeza como un bombo. Cuando llegó a su casa, estaba a punto de explotarle.
Para consolarse de la lata que le habían dado sus compañeros de trabajo, se acercó a la cerdera y contempló al cerdito durante un buen rato. ¿Cómo se atrevían a decir que esta criatura comía barbaridades? ¿Qué sabían ellos de criar cerdos? Con lo pequeño que es, con lo bonito que está. Da gusto contemplarle y pensar que pronto crecerá y engordará. Se le pondrán sus piernas gordas y conseguiremos dos jamones que pesarán cinco o seis kilos cada uno, o más…
Llamó a su mujer y le dio un beso en la cara, preguntándole por el cerdito. ¿Cómo se había portado durante el día? ¿Había comido bien?
-¿Cómo que si ha comido bien? ¡Demasiado bien! Le he servido cuatro veces la palangana llena de pastat, y se lo ha comido todo, rápidamente. No ha dejado ni para levadura. Es un tragón “de aquí te espero”. A este paso no llegamos ni a tres meses en verlo grande y hermoso. ¿Tú te imaginas, comerse cuatro comidas en un solo día y no da tiempo a verle como se lo come de rápido? Estaban muy contentos de cómo se comportaba el cerdito.
Cuando llegaron los hijos del trabajo, lo primero que hicieron, igual que había hecho el padre, fue dirigirse al establo donde estaba el animalito. Lo contemplaron, se sonrieron y se fueron a lavarse y a preguntar por la cena. Durante todo el día habían hablado de que habían comenzado a criar un cerdo en su casa. Los compañeros de trabajo compartieron su entusiasmo, pero no compartían el sacrificio que deberían de hacer para poderlo engordar. Criar un cerdo no era nada fácil para familias pobres como lo eran ellos.
Sin embargo, durante la cena, compartieron las experiencias que habían vivido en los lugares de trabajo. Comentaban:
-Dicen que no es fácil engordar un cerdo. Pues sí que saben ellos.
-A mi se me han burlado porque yo les decía que lo vamos a tener fácil. Que el cerdito come. Y ¡cómo come! Dice la madre que hoy se ha comido cuatro palanganas de “pastat” y lo hace con mucha rapidez. No da tiempo ni a verle comer. Ese animalito traga. Se ve que ha pasado mucha hambre y ahora se toma la revancha.
El saco de salvado se vació en muy pocos días, los complementos alimenticios hubo que reponerlos con toda rapidez. Patatitas pequeñas hervidas, zanahorias, y todo el desperdicio de la casa y de todo el vecindario. Aunque en aquellos tiempos pocos desperdicios se le podían destinar al cerdito. Pero algo le llegaba al pequeño tragón. El entusiasmo con que se le proporcionaba la comida se fue enfriando, porque allí sólo había dinero para mantener al cerdito.
Hubo que comprar más y más sacos de salvado. El cerdito se comía hasta las entrañas de la familia. Los jornales, ya se sabe. El padre cobraba muy poquito en comparación con otros trabajadores de la obra o del campo. Pero, por lo menos, era sueldo fijo. Además, tenía el billete de tren gratis todos los días, inclusive los domingos y días de fiesta. Y si querían viajar por toda España, él y su mujer, también tenía un kilometraje que les permitía recorrer más de dos mil kilómetros al año, sin pagar una peseta.
Los chicos ganaban medio jornal cada uno, porque estaban aprendiendo a ganarse la vida y no podían exigir. Ya les subirían el sueldo pronto. De todas formas, lo del cerdito era una buena inversión que habría que tenerse en cuenta como tal. No se puede engordar un animal en pocos días y enseguida sacrificarle por haber alcanzado una cantidad enorme de kilos.
-Por cierto, ¿Cuántos días llevamos desde que lo compramos? ¿Dos meses? ¿Dos y medio?
-No, dijo el padre. Ayer hizo cuatro meses que lo compré. Lo tengo apuntado en un tablón de la “porcatera” (cerdera) y lo he leído hoy, precisamente.
-Pues yo creo que, para llevar cuatro meses comiendo “pastat” a la gana, y otros alimentos que le añado, debería haber engordado algunos kilos, ¿no? Y parece que está igual que el día que lo compraste.- Dijo la madre, sin querer meter cizaña en la mesa. Bastante preocupada estaba ella.
Así fue cuando comenzó a preocuparse toda la familia. El cerdito no había engordado nada de nada. Se había comido varios sacos de salvado y otros tantos de patatas de esas pequeñas que venden para los cerdos. En fin, ¿dónde se metía ese mal bicho lo que se comía? ¿Tendría alguna enfermedad que no le dejaba crecer?
Pasaron Más de once mases. Casi un año y aquel bicho no paraba de comer sin que se le notase que aumentara ni un solo kilo. El único que comía en aquella cueva era él. Los demás se comían las endivietas, las camarrochas y los llixones que segaba el padre por los campos de alrededor, para que su mujer las hirviese y con un poco de sal y un huevo para todos, revuelto entre las verduras, se apañaban. Y gracias.
Un día pasó el carro vendiendo cerditos para criarlos. Sin pensárselo dos veces, el tío Jacinto cogió el cerdito en brazos, se fue corriendo hacia el carro y le dijo al porquero:
-Ese cerdito come mucho y no ha aumentado ni un solo kilo de peso. Así que devuélveme el dinero que me costó y te lo quedas para ti. Es una ruina para una familia como la nuestra. Que te siente bien.
Cuando el porquero le devolvió el dinero, el tío Jacinto le dio la espalda al carro, pensando que se había quitado un gran peso de encima.
Cuando los hijos se enteraron le dijeron que había actuado muy bien. Aquello no se podía soportar más. En adelante, a vivir como pobres, pero a vivir como Dios manda.
EPÍLOGO
Dos años después, pasó el carro de los cerditos y el porquero quiso provocar al tío Jacinto, diciéndole:
-¡Qué, tío Jacinto! ¿Le apetece comprar un cerdito para engordarlo?
Éste se le quedó mirando y como si la suerte llamase a su puerta, le respondió, acercándose al carro:
-Vamos a ver. Levanta la lona-. Y asomándose al interior del carro ve que, entre todos los cerditos, uno de ellos que le llamó la atención le pareció ideal. Espabilado. Algo más desarrollado que los demás. Se fijó bien durante un momento y decidiéndose por fin exclamó:
-Sácame ese de ahí- Señalándolo con el dedo.
El cerdero tomó aquel cerdito y lo depositó en los brazos del tío Jacinto. En el momento que éste lo tomó y lo fue a acariciar, el cerdito dio un salto, se dejó caer al suelo y empezó a correr. El pobre hombre, un poco nervioso, le siguió hasta la puerta de la cueva y comprobó que el cerdito se había introducido hasta el fondo de la cueva, donde estaba la cerdera. El tío Jacinto se volvió y, dirigiéndose al cerdero, exclamó:
-¡Ese animal sabe dónde está la cerdera! ¡Es el mismo que vivió aquí hace ya tres años! ¡Llévatelo de aquí y no quiero volverte a ver! ¡Bandido!
FIN

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