QUICO EL RUBIO


Un día, Quico el Rubio pasó con su carro por delante de mi peluquería junto al paso a nivel, que entonces se llamaba todavía peluquería “El dos de mayo”. Al llegar al paso a nivel Quico se paró y comenzó a jugar con su caballería dándole toquecitos suaves, con la vara, en las rodillas delanteras. Le decía al animal que levantase la patita. Primero una y luego la otra. Como en aquel momento acababa de pasar el tren, toda la gente que había bajado en la estación y se dirigía hacia sus respectivos domicilios, al ver a Quico como jugueteaba con su varita en las rodillas de la caballería, se paró para ver el “espectáculo”.
El animal le obedecía, una y otra vez, y Quico se emocionaba de ver que le tenían en cuenta y se sonreían. Casi llegó al éxtasis, cuando sonaron los aplausos que había provocado. Hinchó el pecho y se subió al carro arreando al animal para que trotase con el carro a cuestas.
Arturo Tomás, el albañil que trabajaba para Tonet el albañil, estaba realizando una pequeña reforma en la casa del tío “Juan el Cojo”, junto a mi peluquería. Se dio cuenta que yo había formado parte del grupo de entusiastas espectadores y colocándose el dedo índice en la sien, lo enroscó y desenroscó varias veces diciéndome que Quico estaba “loco de remate”.
Le dije que no estaba de acuerdo con él. Le comenté que Quico el Rubio, “padecía un estancamiento mental y social,” provocado por su manera de ver el mundo desde la infancia.
Le conté que, de niños, éramos vecinos. Quico vivía en el Barranco de las Monjas, en una de las cuevas que miraban hacia Valencia, entre la carretera de Villamarchante, y la actual pasarela de la Avenida. Era de familia muy humilde, pero muy trabajadora. Sus padres, Salvador y Carmen, tuvieron tres hijas y tres hijos. Carmen, Julia, Lola, Boro, Toni y Quico. Los cuatro hombres de la casa, eran leñadores. Se dedicaban a cortar leña baja para cocer la cerámica en Manises y para las panaderías del pueblo.
Mientras su padre y sus dos hermanos cortaban la leña y la ataban en garbones, Quico desde muy niño, se dedicaba a bajar los garbones a carga. Es decir. Que se cargaba sus cuatro o seis garbones de leña de coscolla, romero, aliagas, tomillo, petorro, bocha blanca, pinocha, espinos, etc. a la espalda y los bajaba al lugar donde el carro podía acercarse. Al terminar la jornada, lo llenaban de garbones, desde la sorra a ras del suelo, hasta los barandales. Después añadían muchos garbones, atándolos con cuerdas a los laterales del carro, sobre la caballería de forma que cargaban una enormidad de ellos. Aquel carro, como todos los carros que transportaban leña del monte a las fábricas de Manises, parecían el “carro del heno” que figura en un cuadro del Museo del Prado, de Madrid.
Lo que yo no entendía muy bien era que, al llegar con el carro a casa cargado de leña, aparecían la madre y las tres hermanas, con cubos de agua tirándola sobre el carro. Entraban en la cueva y volvían a salir, con los cubos llenos y volvían a lanzar el agua en el carro sobre la leña. Así muchas veces.
Unos años después, cuando comencé a trabajar en Manises, el encargado de la fábrica nos preguntaba a los ribarrojenses si había llovido mucho en Ribarroja. Al responderle que no, que hacía por lo menos tres meses que no llovía, el encargado movía la cabeza y rascándose el cogote, murmuraba maldiciones.
Por lo visto no eran sólo la familia de Quico de Ribarroja los leñadores que vendían agua a precio de leña. Los leñadores que servían la leña donde yo trabajaba, eran de Liria. El tema era que los carros, al pasar por báscula, pesaban más de lo debido, por llevar la leña mojada.
Los fabricantes, se desvivieron por averiguar si había llovido en los pueblos de procedencia de la leña que compraban a los leñadores. No sólo llegaron a la conclusión de que se les engañaba con el agua, sino que descubrieron que algunos carros transportaban piedras que aparecían cerca de las fábricas. Esas piedras, habían sido distraídas y apartadas después de haberlas cobrado al precio de leña.
A partir de ahí, los fabricantes, decidieron contar los garbones y pagarlos por unidades. Eso sí, poniendo un chico o un hombre mayor de confianza, con un plato “socarrat” y un carboncillo, anotando los garbones que los leñadores contaban por “rayas”. Cada raya equivalía a cincuenta garbones.
Los carros de leña baja, ocupaban toda la carretera, de manera que si algún carro se cruzaba con ellos, tenía que apartarse del camino y dejarlos pasar de tan anchos que iban. En las calles de Manises, desde siempre, he conocido que tenían las esquinas achaflanadas, para que los carros pudiesen doblarlas.
Quico el Rubio creció. Y su trabajo, que le había proporcionado pan, dignidad y otras cosas que se suponen, llegó a perder su oficio de leñador, como su padre y hermanos, porque los hornos de cerámica dejaron de consumir leña. Su padre, el tío Salvador, en sus últimos años de vida laboral, se dedicó a trabajar de temporero para los terratenientes del pueblo, junto a su hijo Quico. Mientras sus dos hermanos mayores, entraron a trabajar en la fábrica de las viguetas Pacadar, donde terminaron su vida laboral.
En la época de las vacas gordas, como leñadores, ganaron mucho dinero. Adquirieron un buen patrimonio, porque el trabajo era muy duro y ellos madrugaban todos los días desde las cuatro de la mañana. La hermana mayor, Carmen, se casó con un hombre honrado y trabajador. Sus dos hermanas pequeñas, Julia y Lola se casaron con dos hermanos, hijos de la vaquería, enfrente de donde hoy está Mercadona. Estos dos hermanos trabajaron en la fábrica de Cementos Peyland, hasta que una enfermedad laboral, acabó con ellos. La silicosis.
Mientras tanto, Quico el Rubio, encontró trabajo en una serrería de Manises, situada en la carretera de Ribarroja, frente a Cerámicas Hispania, al lado del taller de reparación de coches de Gervasio. Allí se ganó la vida durante unos años, hasta que la serrería cerró sus puertas y Quico se fue al paro laboral. En aquellos años, los sindicatos reivindicaban unos derechos laborales, que la mayoría de empresas no estaban dispuestas a conceder.
No fue el único que se vio en la calle sin empleo y sin esperanzas de conseguirlo. Su caudal cultural, era nulo. No había pisado la escuela en toda su vida. Su autoestima comenzó a bajar, debido a que sus apoyos familiares desaparecieron en el momento en que él había encontrado pareja, casándose y creando su propia familia.
Mientras se mantuvo soltero, su autoestima estaba por las nubes porque sus tres hermanas le tutelaban, incluso después de fallecer sus padres, que dicho sea de paso, eran muy buena gente. Hasta tal punto, que su madre, la tía Carmen hacía de comadrona, de enfermera, de ayudante de menesterosos para todas las familias del barrio. Su monedero se mantenía abierto para ayudar con su dinero a pobres como nosotros. A mi madre la acompañaba siempre que necesitaba ir al médico, porque mi abuela era muy corta de decisiones.
Su esposo, el tío Salvador, tenía el detalle de ayudar a todos los vecinos que tenían tierras que regar, por las noches, como si fuesen suyas, sin cobrarles por ello. Si tenían que plantar cebollas, se brindaba a formar cuadrilla de apoyo. Él se desvivía, como su mujer, por hacer el bien, porque con toda la familia trabajando y unos bienes adquiridos mientras fueron leñadores, los últimos años de su vida la dedicaron a ayudar a los menesterosos.
Como Quico era el más pequeño de la familia, estuvo mimado y consentido en sus formas de comportamiento. No es que estas formas fuesen negativas, sino que “era un niño que se había hecho grande y su familia le perdonaba sus burrerías”.
Cuando se casó, el mundo se le vino encima. Por una parte, se sentía hombre como todos los hombres, sin haberse superado en lo cultural ni en lo social. Seguía siendo el leñador que se ganaba la vida trabajando como un burro de carga, pero sin una base. Su mujer, era una chica sencilla que le quiso, pero no le permitió ciertas formas. Le dio varios hijos, pero no le dio estabilidad emocional, como él la reclamaba. Su forma de vida no se sostenía por sí sólo, ni en lo económico ni en lo social. Según sus hermanas, Quico había sido arruinado por su propia esposa, que era una despilfarradora y se había gastado toda la riqueza que él había acumulado trabajando y había aportado al matrimonio. En los primeros cuatro años, comenzaron a vivir una gran crisis emocional, económica y existencial.
Ellas no contemplaban que su hermano no estaba preparado para el matrimonio. No era capaz de promocionarse un mínimo de reeducación laboral y cultural. Valores imprescindibles para seguir el desarrollo y el progreso que la vida moderna reclamaba y de la que él carecía. Era un buen chico. No dio nunca ningún mal paso en la vida, pero tampoco se afianzó en ella por sí sólo.
Se dedicó a cortar leña, en una segunda etapa de leñador. Leña gorda para estufas de calefacción, pero aquel nuevo y a la vez viejo filón laboral, se esfumó muy pronto. Ya nadie consumía leña, comprándola.
Se inició en el campo de la chatarra, que aún se cotizaba algo, pero fue poco duradero porque pronto dejó también de cotizarse.
Se dedicó a la recogida de cartón y, no merecía la pena. No le rentaba casi nada, abandonándolo instantáneamente. Sobrevivió gracias a la pensión que, junto al plato de comida de una de sus hijas que le quiso con verdadero amor, y le ayudó a envejecer dignamente. Nadie del pueblo de Ribarroja del Turia, supo lo que ese hombre tuvo que padecer, desde el día que llevó a los altares a la que fue madre de su prole. Como nadie supo lo que su familia tuvo que soportar de Quico, que siendo un buen chico, “nunca debió de crecer”.
Con su carro, recogía naranjas de los campos abandonados por sus dueños. Seguramente alguien se las compraría, porque en sus últimos años de vida repitió su experiencia. Se lo pasó bien con su carro. Su carro era su emblema vital. Todos sabían que Quico y su carro eran inseparables. Su carro y él fueron atropellados, y estuvo cerca de la muerte, a causa del atropello.
Cuando se recuperó del accidente, siguió circulando con su carro, reparado con cuerdas y retales, haciendo señales a los coches y dándoles paso con su mano levantada de buen carretero, precavido, eso sí. En las concentraciones festivas, donde la gente le podía ver, acudía sin camisa y se exhibía consciente de que llamaba la atención del público. Con eso se conformaba.
EPÍLOGO
Vd. lector, se preguntará: ¿Por qué Quico el Rubio hacía exhibiciones de restregarse aliagas con pinchos, por la espalda desnuda, ante los niños y grandes que lo contemplaban y aplaudían?
Cuando se ganaba la vida en su época infantil, junto con su padre y hermanos, (entonces no obligaban a los padres para que los niños fuesen a la escuela) para que no se le rompiesen las camisas, Quico llevaba los garbones a pelo. Es decir, sin ninguna protección. Sus hermanos le animaban y le piropeaban “por lo bien que hacía su trabajo”
Era su gran caudal laboral, del que podía enorgullecerse durante toda su vida. De ahí que, desde entonces, todo el pueblo de Ribarroja sabe que Quico se exhibía ante niños y mayores, con su caballería levantando una y otra pata, cuando le daba con la vara en las rodillas y soportando aliagas pinchosas sobre su espalda, como cuando era niño. Su piel de la espalda resistía como la de un faquir.
FIN

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